por Roberto F. Lavezzari
Plaza Miserere, Buenos Aires. 19.30 horas – Regreso al hogar.
Después de duro trajín me coloco junto al andén donde ya está por salir un tren atestado de pasajeros. Las puertas rebosan de humanidad, y pareciera que no hay donde colocar un pie con relativa seguridad. Pero llegan nuevos equilibristas y se adhieren a ellas de un modo precario.
Toca el timbre de salida y el tren se pone en movimiento pesadamente con su tremenda carga; luego paulatinamente toma velocidad. Es todo un espectáculo ver esos racimos humanos prendidos de las puertas, aferrados al pasamanos -pedazo de metal que nunca me parece más débil que ahora- y confiando en sus tendones. Los que quedamos en el andén nos apartamos automáticamente para no ser golpeados y arrastrados a la muerte; algunos mientras lo hacen continúan leyendo los periódicos vespertinos. ¡Es tan común todo esto!
De pronto me siento empujado (y el lugar en que me encuentro no está como para empellones). Me doy vuelta nervioso y veo surgir un hombre joven que lleva en la mano un diario y al mismo tiempo que exclama: ¡Permiso! ¡Permiso! se agazapa para treparse a una puerta que se aproxima. (De más está decir que la puerta se denuncia solamente por los cuerpos que han tomado posesión de ella y que apenas se sostienen allí). Su intento es irrealizable, es suicida. Una mano, dos, le toman por las ropas y allí queda.
El tren ha partido.
El resucitado se vuelve hacia el gentío; sus ojos arrojan destellos de ira, y buscan esas manos anónimas. «¡Si había un lugar!… ¿Porqué me detuvieron?». Nadie contesta. Se vuelve hacia mí y continúa nervioso: «Si había un lugar en aquella puerta… yo siempre viajo así».
Estoy seguro que todos los testigos del incidente pensaron que en el único lugar donde este hombre hubiese hallado sitio, segundos antes era en el tren de la Eternidad.
Se enciende nuevamente el cartel de salida.
El parlante anuncia: «Próximo tren sale 19.37. Ya está entrando en el andén».
Nuestro hombre continúa maldiciendo a la mano que lo retuvo en este mundo… y era la mano de Dios.
Claro, esa noche llegará siete minutos más tarde para abrazar a su chiquito.
Así somos…
A veces nos quejamos de que los niños son irreflexivos, pero yo me pregunto ¿ y nosotros los adultos, somos concientes de lo que hacemos?, ¿qué modelo dejamos para que esos niños imiten?. Este hombre del tren , si quizás, podrá llegar siete minutos tarde a la cita del abrazo con su hijo, pero no pensó seguramente que también obtuvo siete minutos más de vida porque la Mano de Dios así lo quizo.
siempre dios es el k nos guarda de lo malo y de las cosas malas k nos pueden pasar, suerte tubo el hombre por k si no fuese a si esta historia seria otra
creo q cada uno siempre paso por lo mismo cuantas veces DIOS NOS ABRA GUARDADO
VIVO EN UN PEQUEÑO PUEBLO URUGUAYO Y NUNCA VI UN TREN CON TANTA GENTE SOLO POR LA TELE PERO LA REFLEXION ES BUENA DIOS SIEMPRE HASE LO MEJOR PARA NOSOTROS Y HABESES SOMOS TAN NESIOS QUE NO NOS DAMOS CUENTA QUE ES LA MANO DE DIOS PROTEGIENDO
Dios tubo misericordia, como la sigue teniendo por todos nosotros, y no hemos sido consumidos aunque actuemos necia y desesperadamente