Luis A. Seggiaro
Capítulo que puede parecer intrascendente dentro del plan y conjunto de la Biblia. Lejos de los capítulos fundamentales, no se lo recuerda generalmente, por sus referencias a ningún acontecimiento sobresaliente de los primeros pasos del pueblo elegido por Dios; es uno más, entre los centenares de capítulos que componen las Sagradas Escrituras y se puede pensar con ligereza que no contiene ninguna enseñanza en especial.
No obstante, si lo abordamos con un sentido decididamente histórico, encontramos que hay datos importantes por sí mismos y también porque a la vez sirven como punto de partida para referirnos a otros acontecimientos que ocurrieron en los inicios de la historia de la humanidad; acontecimientos que tuvieron lugar, no mucho tiempo después ‑en términos de la Historia Universal‑ del diluvio.
Protagonistas y protagonismos que rebasan y desbordan los límites del capítulo y que nos permiten excursionar, andando distintos caminos, en otros capítulos, en otros acontecimientos y en la vida de otros personajes. Y todo esto conforma un apasionante relato de aquel mundo de la Biblia.
Es así que, de este capítulo 14 de Génesis rescatamos dos personajes, dos ciudades y dos reyes.
Los dos personajes son actores conocidos y recurrentes en las páginas de la Biblia: Abraham y Lot. Las dos ciudades, cuya existencia se registra por primera vez en la Biblia, han sido y son protagonistas ineludibles en la vida de la nación hebrea: Salem y Damasco. Los dos reyes, entre otros de extraños nombres se encuentran citados por primera y única vez, en toda la extensión de la Biblia como personas concretas, aunque ciertamente inasibles o hipotéticas: Melquisedec y Amrafel.
DOS PERSONAJES
Los dos personajes que recordamos, son conocidos protagonistas del comienzo de la historia del pueblo de Dios.
Abraham, por lejos, el más importante; “el Patriarca” por antonomasia. Es una de las figuras más relevantes en la historia religiosa del mundo. Tres religiones lo reconocen como Patriarca: la judía, la cristiana y la mahometana. Eslabón entre la gentilidad idolátrica y los seguidores del Dios único y revelado; entre el politeísmo y el monoteísmo. Por esto, es el patriarca indiscutido de las tres grandes religiones monoteístas actuales, que lo convierten en un caso único y excepcional; no repetido.
Padre del pueblo hebreo ‑hebreo él mismo y por entonces Abram‑ destinatario de la promesa divina que su descendencia sería tan numerosa como las estrellas. Hombre de probada fe, que no dudó en sacrificar a su hijo por mandato de Dios, impedido luego por el ángel de Jehová. Distinguido con el título de “amigo de Dios” por el apóstol Santiago; nombre con el que también lo distinguieron reyes y profetas de la antigüedad.
No obstante, a la par de su prominencia religiosa, de su ejemplo como hombre de fe y de su estrecha relación con Dios, muestra, en ocasiones, las debilidades propias ‑tal vez sólo anecdóticas‑ de su perfil humano.
Nació en Ur de los Caldeos, una de las ciudades más importantes y florencientes del mundo antiguo. En ella se veneraba un largo dios familiar y se rendía culto al dios Luna, adorado en una enorme torre o Ziggurat que dominaba la ciudad y que servía de templo, cuyos restos se conservan hasta el día de hoy.
Ziggurat de Ur. Cerca 2100 a.C. Construcción que dominaba la ciudad y servía de templo.
Desde Ur, un buen día, su padre Taré o Téraj, salió con su hijo Abram, su nieto Lot y su nuera Sarai, rumbo al norte, bordeando las tierras de Babilonia y llegaron a la ciudad de Haran. Allá Abram recibió la promesa de Dios: “Haré de tí una gran nación y te bendeciré”; y dejando su casa, sus parientes y su tierra, emprendió el camino para ir a la tierra de Canaan, y a Canaan llegó.
Debió ser inquietante para los cananeos que habitaban la región, observar esa tribu nómade compuesta por la familia de Abram y Lot, con sus mujeres, hijos, numerosos siervos y esclavos y mucho ganado que en su marcha hacia el sur, invadía sus dominios y que de tanto en tanto, se detenían y plantaban sus negras tiendas de piel de cabra.
A este gentío trashumante, se le había agregado ahora Elizer en Damasco, ciudad por la que pasó Abram en su camino hacia Canaan. Elizer llegó a ser su mayordomo y presunto heredero, ante la falta de llegada de un hijo.
Años después, Elizer fue comisionado por Abram, para que regresara a su tierra y escogiera esposa para su hijo Isaac, elección que recayó en la hermosa Rebeca.
Debido a problemas causados por la escasez de alimentos y la falta de pasturas en Canaán, Abram emprendió una vez más una marcha de varios centenares de kilómetros, a través del desolado desierto del Sur, hasta llegar a Egipto.
No sólo inquietante, sino también importante, debió ser la presencia de Abram por aquellas comarcas de Canaán y Egipto, ya que fue una fuerza suficientemente poderosa como para derrotar reyes cuando avanzaba y llamar la atención del faraón de Egipto, a punto tal, que hizo adelantar una misión compuesta por sus príncipes y funcionarios, para salir a recibirlo.
Esta fue la causa del incidente equívoco y desgraciado protagonizado por Abram, cuando temiendo por su vida, le pide por favor a Sarai que diga ser su hermana, para que no lo maten y así quedarse con ella. Como resultado de lo cual, con complacencia, al parecer, su mujer ‑la bella Sara‑ se fue a vivir al harén del faraón, quien trató muy bien a Abram y le retribuyó, regalándole ovejas, vacas, asnos y asnas, esclavos, siervos, criadas y camellos, que acrecentaron su patrimonio. Entre estas esclavas que le regaló el faraón a cambio de Sarai, seguramente se encontraba Agar, con la que posteriormente el patriarca tuvo a su hijo Ismael.
Constituyó todo esto, un incidente no muy honroso para Abram quien si bien mostró valor frente a sus enemigos, cuando luchó y venció a una coalición de cuatro reyes comandados por el rey Quedorlaomer, para rescatar a su sobrino Lot que había caído prisionero. En esta ocasión, cuando hace aparecer a Sarai como su hermana, evidenció cobardía, al anteponer la seguridad de su propia vida al honor de su esposa.
Entre el momento del nacimiento de Ismael, como fruto de la unión de Abram con la esclava egipcia Agar, y el del nacimiento de Isaac de su esposa Sarai, Dios hace un pacto con Abram, cuando éste ya había cumplido noventa y nueve años, la señal de cuyo cumplimiento será la práctica de la circuncisión. En estas circunstancias, Dios cambió los nombres de Abram y Sarai por los de Abraham y Sara.
Abraham ‑padre de multitudes‑ tuvo primeramente dos hijos: el primogénito, Ismael ‑Dios escucha‑ con la esclava egipcia Agar ‑extranjera‑ a instancias de Sara ‑princesa‑ su mujer, que no podía darle hijos. No obstante, celosa, después que nació Ismael comenzó a maltratarla hasta que Agar con su hijo huyó de la casa de Abraham. Posteriormente, en cumplimiento de la promesa de Dios, de su unión con Sara nació Isaac ‑risa‑.
Los descendientes de Isaac constituyeron el pueblo judío, en tanto que los descendientes de Ismael fueron los ismaelitas, árabes y mahometanos.
Desde los primeros años de vida, Isaac e Ismael, medio hermanos entre sí, crecieron enfrentados; sólo se juntarían una vez, años después, en ocasión de la muerte y sepultura de su padre Abraham. Y esa rivalidad entre ellos, y posteriormente entre su descendencia, persistió a través de los siglos, hasta nuestros días.
Pasó el tiempo desde el nacimiento de sus hijos, y parece que Abraham no se escarmentó de la mentira que le ocasionó ese desdichado episodio vivido con el faraón de Egipto. Estando en la ciudad de Gerar volvió a decir que Sara, su esposa, era su hermana. Fue entonces que Abimelec, el rey de Gerar, enamorado de Sara, se apoderó de ella y se la llevó al palacio para hacerla su mujer; sin embargo, en un sueño, Dios lo amenazó: “Vas a morir porque la mujer que has tomado es casada”.
Cuando todo el enredo se aclaró, la explicación de Abraham fue la misma que cuando ocurrió el incidente con el Faraón: “Pensé que si decía que era mi esposa me matarían por causa de ella” y como disculpa sacó a relucir su parentesco con Sara. Como resultado de este nuevo engaño ‑como ocurrió con el faraón de Egipto‑ volvió a recibir como regalo, ovejas, vacas, esclavos y esclavas y de esta manera y por estos engaños acrecentando su hacienda y patrimonio.
Estos sucesos, protagonizados por Abraham, sin embargo, para nada empañan la figura del patriarca. Ocurrieron hace miles de años, en el marco de una cultura, para nosotros, difícil de entender.
Sara, a partir de los sucesos protagonizados con el faraón de Egipto y con el rey Abimelec ‑no obstante su avanzada edad‑ parece haber sido una mujer de una belleza poco común. Fue madre de Isaac alrededor de los noventa años y murió a los ciento veintisiete de edad, en la ciudad de Hebrón, en la tierra de Canaán. Cuando murió, Abraham compró por cuatrocientas monedas de plata la cueva de Macpela, en ese lugar.
En nuestros días, en Hebrón, la ciudad más importante de la Cisjordania actual, en el lugar donde estaba la cueva de Macpela, se levanta la mezquita de Ibrahim ‑nombre árabe de Abraham‑ lugar sagrado para los musulmanes. Este santuario de dos mil años de antigüedad que es venerado también por judíos y cristianos, es llamado igualmente, la Tumba de los Patriarcas.
O la Cueva de los Patriarcas, en recuerdo y en memoria de la bíblica cueva de Macpela, que en tierras de Hebrón, Abraham compró hace unos 4000 años para sepultura de su esposa Sara. Aquí recibieron sepultura, aparte de Sara, Abraham, Isaac, Rebeca y Lea, como asimismo, Jacob.
En esta mezquita, en el mes de febrero de este año ‑estamos en 1994‑ un fanático judío, consumó la matanza de más de medio centenar de musulmanes que en su interior, observaban la oración del viernes, el día sagrado musulman, en el mes de Ramadán.
El otro personaje que recordamos es Lot, el sobrino de Abraham, a quien acompañó en la mayoría de sus viajes. Fue un hombre contradictorio y secundario que trascendió por su relación y por su vida a la sombra de Abraham.
Ya cuando se separó de su tío, a instancias de éste, y dado a elegir la tierra que más quisiera, mostró su egoísmo; se quedó con la mejor, con la zona cálida y fértil del valle del Jordán, que rodeaba a las ciudades de Sodoma y Gomorra.
Pronto iban a surgir dificultades; Lot y su familia fueron capturados por cuatro reyes provenientes de la Mesopotamia, que llegaron para recoger los tributos de otros cinco reyes que gobernaban esta región. Enterado Abraham de lo sucedido a su sobrino, armó a sus criados de confianza ‑trascientos dieciocho hombres en total ‑y puso en fuga a los cuatro reyes capitaneados por Quedarlaomer, afianzando su posición en el sur de Canaán.
Algún tiempo después los dos varones ‑o ángeles‑ que anunciaron a Abraham y Sara que tendrían un hijo, después de despedirse se encaminaron hacia Sodoma, donde anunciaron a Lot, la próxima destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra, no obstante la infructuosa intercesión de Abraham ante Dios para evitarlo.
La llegada de estos dos varones a la casa de Lot, y el proceder de éste en la ocasión, desnudaron cuales eran sus sentimientos paternales y su sentido del honor, claramente narrados en el siguiente pasaje de Génesis: “Empezaba a anochecer cuando los dos ángeles llegaron a Sodoma.
Lot estaba sentado a la entrada de la ciudad, que era el lugar donde se reunía la gente. Cuando los vio, se levantó a recibirlos, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente y les dijo: ‑señores, por favor les ruego que acepten pasar la noche en la casa de su servidor. Allí podrán lavarse los pies, y mañana temprano seguirán su camino. Pero ellos dijeron: ‑No gracias.
Pasaremos la noche en la calle. Sin embargo Lot insistió mucho y, al fin, ellos aceptaron ir con él a su casa. Cuando llegaron Lot les preparó una buena cena, hizo panes sin levadura y los visitantes comieron.
Todavía no se habían acostado cuando todos los hombres de la ciudad de Sodoma rodearon la casa y, desde el más jóven hasta el más viejo, empezaron a gritarle a Lot: ¿Dónde están los hombres que vinieron a tu casa esta noche? ¡Sácalos! ¡Queremos acostarnos con ellos! Entonces Lot salió a hablarles y, cerrando bien la puerta atrás de él, les dijo: ‑Por favor, amigos míos, no vayan a hacer una cosa tan perversa. Yo tengo dos hijas que todavía no han estado con ningún hombre; voy a sacarlas para que ustedes hagan con ellas lo que quieran, pero no les hagan nada a estos hombres que son mis invitados (Génesis 19:1‑8).
Está claro; Lot arroja a sus hijas vírgenes a la furia demencial de los violadores ‑»yo tengo dos hijas que todavía no han estado con ningún hombre»‑ dice y agrega, como adoptando una postura indiferente y perversa ‑»hagan con ellas lo que quieran»‑ todo a cambio de proteger a sus invitados y, tal vez, para protegerse a sí mismo.
Es cierto que fueron otros tiempos, en los que la sociedad y los hombres se manejaban con otras escalas de valores, pero nada justifica el desamor y el desprecio de Lot hacia sus hijas. ¡Qué pobre su amor paternal!
Durante la huída de Lot con su mujer y sus hijas, de la ciudad de Sodoma; su mujer quedó convertida en una estatua de sal, al volver la cabeza para mirar hacia atrás, hacia la ciudad en llamas, que debía abandonar. Este suceso es recordado siglos después por Lucas en su Evangelio, con un sentido aleccionador.
Luego de la huída, se refugiaron a vivir en una cueva y siendo Lot ya viejo, las hijas lo escarnecieron cuando lo emborracharon para acostarse con él, y de esta manera asegurarse descendencia. Así las dos hijas de Lot quedaron embarazadas de su padre. La mayor tuvo un hijo al que llamó Moab, que fue el padre de los actuales moabitas. También la menor tuvo un hijo al que puso por nombre Benamí, que fue el padre de los actuales amonitas.
Esta aberración, más allá de responder a un anhelo insatisfecho de maternidad, ¿no habrá sido también un anhelo que tuvo su origen en lo más profundo del incosciente de las hijas, como desquite de aquella ocasión cuando Lot las arrojó al extravío de los depravados para que fueran ultrajadas?
No obstante todos los hechos protagonizados por Lot a lo largo de su vida, fue considerado “un hombre justo”, según el juicio generoso e inapelable del Apóstol Pedro (2 Pe.2:6‑9).
DOS CIUDADES
Existen dos ciudades nombradas por primera vez en la Biblia en este capítulo.
Una de ellas, Jerusalén, existió antes que el pueblo de Israel. Es más antigua que la nación judía. Se la menciona por primera vez en la Biblia en este capítulo, con el nombre de Salem. Su historia está estrechamente ligado a la historia del judaísmo y del cristianismo, y su nombre aparece en numerosas ocasiones en el Antiguo y Nuevo Testamento; desde los primeros capítulos de Génesis, hasta los últimos del Apocalipsis, Ciudad principal de Tierra Santa, sagrada para los judíos, cristianos y musulmanes. Ciudad de iglesias, sinagogas y mezquitas. Su verdadera importancia en la historia de Israel, data del tiempo de David, cerca de 1.000 años a. C.
El nombre de Jerusalén se puede rastrear en los tiempos más remotos de la humanidad, bajo el nombre de Urusalim; y con parecidas grafías, aparece en los textos egipcios del Imperio Medio y en las tablillas con caracteres cuneiformes de la escritura sumeria.
El primer nombre bíblico es el de Salem, con el que se la menciona en este capítulo; después, en la época de los jueces, bajo el dominio de los jebuseos, se llamó Jebús y, posteriormente, cuando la conquistó David fue coronado rey de todo Israel.
En esos tiempos, conoció su mayor esplendor durante los reinados de David y Salomón. Posteriormente, en algunos pasajes de la Biblia se le da nombres diversos, tales como ciudad de David y también Ariel entre otros.
No es posible seguir paso a paso las etapas del desarrollo de la ciudad y su historia, que dilatada y azarosa, supera holgadamente los 4.000 años. Las excavaciones arqueológicas atestiguan que, durante tiempos remotos, Jerusalén ya estaba habitada a principios de la Edad del Bronce, a fines del IV milenio a.C.
En el año 609 a.C., Necao, faraón de Egipto, se posesionó de Jerusalén. Y en el año 505 a.C. Nabucodonosor, rey de Babilonia la conquistó de nuevo. Un par de siglos después, en el año 332 cayó en manos de Alejandro Magno y más tarde, en el 63, siempre a.C. fue tomada y arrasada por los romanos. Ya en nuestra era, en el año 636, fue conquistada por los musulmanes.
En la Edad Media, con el propósito de liberar a Jerusalén de manos de estos infieles y rescatar el Santo Sepulcro, se organizaron en Europa las Cruzadas, que durante doscientos años ‑entre 1096 y 1223‑ van y vienen de Oriente, acarreando enfermedades, plagas, epidemias que diezmaron los pueblos europeos. Con suerte diversa, en el transcurso de estos largos doscientos años, Jerusalén cambió varias veces de manos: cristianos, mahometanos, musulmanes y turcos, se disputaron su posesión.
Las cruzadas terminaron en un rotundo fracaso y en una verdadera tragedia.
En relación con las cruzadas, es bueno recordar y traer a luz un acontecimiento estremecedor sobre el cual, sospechosamente, suele inhibirse la historia. Ocurrió allá por el año 1200, cuando Europa iba por la sexta cruzada y un joven pastor exaltado por las prédicas de San Bernardo, recorrió el norte de Francia y Alemania e hizo que miles de niños abandonaran sus hogares y partieran a la conquista del sepulcro de Cristo.
Cincuenta mil niños atravesaron Europa y embarcaron en Marsella hacia Tierra Santa, donde nunca llegaron. Parte de los inocentes perecieron en las borrascas del mar, muchos otros fueron vendidos como esclavos, por los mismos que los guiaban en los mercados de Oriente.
Se trata de “la cruzada de los niños pobres que conmovió a la Europa de 1212 y sigue estremeciendo a los hombres del siglo veinte. Que centenares de niños y adolescentes se hayan lanzado a la aventura de conquistar el Santo Sepulcro aparece como una incomprensible utopía. ¿Qué impulsó a esos niños a abandonar a sus padres y hogares y lanzarse por los caminos de una Europa insegura, infestada de peligros y asechanzas? ¿Qué fascinación ejerció la personalidad del pequeño visionario para arrastrar consigo a esa multitud indefensa? ¿Qué intereses subterráneos manejaron ese episodio que sembró las rutas de niños piadosos unos, fanatizados otros, famélicos todos, para terminar la mayoría en la esclavitud o la muerte.” (1)
En el comienzo de otro libro: “La Cruzada de los Niños”, habla un goliardo: “Yo pobre goliardo, clérigo miserable errabundo por los bosques y caminos para mendigar, en nombre de Nuestro Señor, mi pan cotidiano, vi un espectáculo piadoso, y oí las palabras de los niñitos. Sé que mi vida no es muy santa, y que he cedido a las tentaciones bajo los tilos del camino.
… Pero he aquí, que tengo miedo al ver todos estos niños. Sin duda los defendera Nuestro Señor. Me pareció que todos estos niños no tenían nombres. Es seguro que los prefiere Nuestro Señor Jesús. Llenaban al camino como un enjambre de abejas blancas. No sé de dónde venían. Eran pequeños peregrinos. Tenían bordones de avellano y álamo. Llevaban la cruz a la espalda. Que Jesús haga dormir en la noche a todos estos niñitos blancos que llevan la Cruz». (2)
En el prólogo del citado libro se lee, referido a las cruzadas: “Del frenesí que congregó tan vastos ejércitos y planeó tan remotas operaciones, sólo quedaron unas pocas imágenes, que se reflejarían, siglos después, en los tristes y límpidos espejos de la Gerusalemme: altos jinetes revestidos de hierros, noches cargadas de leones, tierras de hechicería y soledad.
Más dolorosa es otra imagen de incontables niños perdidos que, esperanzados, ignorantes, felices se encaminaron a los puertos de Sur. El milagro no aconteció. Dios permitió que la columna francesa fuera secuestrada por traficantes de esclavos y vendida en Egipto; la alemana se perdió y desapareció devorada por una bárbara geografía y pestilencias”. (3)
En este acontecimiento ‑La Cruzada de los Niños Pobres‑ se debió inspirar la leyenda medieval del Flautista de Hamelin; el hombre que con las melodías de su flauta encantada, arrastró tras sí a todos los niños de la aldea que se perdieron en misteriosas oquedades y nunca más regresaron a sus hogares.
Esta trashumancia demencial y alucinada, estremeció a la Europa del medioevo sumergida en las sombras del oscurantismo y destrozada por plagas y epidemias físicas y mentales. Por eso es bueno rescatar este episodio enorme y delicado y es bueno recordar lo que la historia muchas veces ‑sospechosamente‑ se empeña en olvidar.
Algunos siglos más tarde ‑atrás quedó la Edad Media‑ en el año 1517, Jerusalén fue conquistada por los turcos otomanos.
En 1581, Torcuato Tasso, uno de los grandes poetas del Renacimiento, la celebró en su canto “Jerusalén libertada”; pero lo cierto es que Jerusalén prosiguió su azarosa existencia de conquista en conquista.
Demos un salto en el tiempo. Más cerca nuestro,seguirán las tribulaciones de Jerusalén y, ya en nuestro siglo, en el año 1922 fue ocupada por las tropas británicas.
(3) Jorge Luis Borges. Prólogo al libro de Marcel Schwob, para una edición bibliófilo argentina. Año 1949.
Al proclamarse el Estado de Israel en 1948, la parte antigua de la ciudad quedó en poder de los árabes y Jerusalén fue dividida; una parte quedó bajo el dominio de los judíos y otra, bajo el dominio de los palestinos.
Por último, en la guerra árabe‑israelí de 1967 fue conquistada por las fuerzas israelíes y, finalmente, en 1980 el Parlamento israelita la declaró “Capital eterna e indivisible del Estado de Israel”.
Estas no fueron todas las vicisitudes por las que pasó Jerusalén; otras conquistas y otros conquistadores también contribuyeron para marcar a fuego su destino. Y su destino, a su tiempo, se cumplió. Elegida desde la Eternidad, llegó la hora, cuando en ella, con la muerte de Jesús, se consumó la obra de Redención. Y desde ese momento, se convirtió en el centro de la actividad religiosa de la Iglesia primitiva, desde donde se irradió el Evangelio hacia todos los confines del mundo conocido.
Y Jerusalén se convirtió en un símbolo: la Nueva Jerusalén; figura de la Iglesia triunfante, de la iglesia gloriosa y del reino perfecto de Dios.
Damasco es otra ciudad mencionada por primera vez en la Biblia, en este capítulo, junto con Jerusalén. Damasco es hoy la capital de Siria y como Jerusalén es, igualmente, muy antigua. Se halla en medio de una fértil llanura regada por dos importantes ríos: el Abana y el Farfar de la nomenclatura bíblica.
Y también, como Jerusalén, durante su larga existencia, soportó conquistas y opresiones. Fue sometida por Asiria, Babilonia, Israel, Persia, Egipto y Roma. En el año 1918 fue ocupada por tropas anglo‑francesas y, tras proclamarse la independencia de Siria en 1946, se convirtió en la capital del nuevo Estado.
En los largos años de lucha con Israel, en alguna oportunidad fue conquistada por David. En esta larga lucha que duró cerca de dos siglos, Damasco hizo ocasionalmente la paz con Israel y Judá, pero lo más frecuente era verla luchando contra los israelitas.
En el Antiguo Testamento, encontramos no pocas referencias a Damasco. Alguna de ellas muy conocidas.
Elías, estando en Horeb, recibió el mandato de Dios de ir a Damasco y consagrar a Hazael cono rey de Siria. Damasco está también estrechamente asociada con un episodio de la vida de Naamán, Jefe supremo de los ejército de Ben‑adad, rey de Siria, puesto que ambos residían allí. Naamán, enfermo de lepra, viajó a Israel ‑nación enemiga‑ para consultar al profeta Eliseo sobre su curación, quien le indicó se sumergiera siete veces en el río Jordán, y luego de cumplirlo, no de muy buena gana, fue sanado.
Hoy, un leprosario, ocupa en Damasco, en el sitio que se tiene como el que ocupaba la casa de Naamán, en recuerdo de este suceso. La curación de Naamán sería recordada, siglos después por Jesús en Nazaret.
Y fue en el camino de Jerusalén a Damasco, en persecusión de los cristianos, cerca ya de esta ciudad, que ocurrió la conversión de Saulo, como respuesta a la pregunta de Jesús: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Recordemos que en esta época, en Damasco, había una comunidad de varios miles de judíos.
Las dos ciudades: Jerusalén y Damasco mencionadas por primera vez en la Biblia, en este capítulo 14 de Génesis, son consideradas como las más antiguas del mundo, ininterrumpidamente habitadas. No obstante ‑según algunos‑ se incluye en esta categoría, la categoría de las ciudades más antiguas habitadas ininterrumpidamente, a Jericó.
Jericó de la antigua Palestina, a unos pocos kilómetros de Jerusalén, en el valle del Jordán, casi junto a las márgenes del río, fue la primera ciudad tomada por Josué, después de cruzar el Jordán, acaudillando al pueblo de Israel, en la invasión y conquista de Canaán.
Siglos más tarde, en el desolado camino, a través del inhóspito desierto de Judea, entre Jerusalén y Jericó, Jesús ubicó los personajes y la acción de una de las más bellas y recordadas parábolas: la del buen samaritano.
Jericó fue la primera ciudad tomada por los israelitas, al comienzo de la conquista de Canaán, en el año 1.500 a.C. aproximadamente, y es también, este enclave, la primera ciudad a la que Israel concede en estos días la autonomía, devolviendo la ciudad a los palestinos, con el retiro de sus fuerzas de este territorio ocupado, unos 3.500 años después de que la conquistara Josué.
Paradoja de la historia o el designio de Dios.
DOS REYES
Capítulo 14 de Génesis. De él rescatamos el nombre de dos reyes, entre otros extraños y casi desconocidos: el de Melquisedec y el de Amrafel. Uno, Melquisedec, inasible, difícil de aprehender; el otro, Amrafel, hipotético, difícil de identificar con precisión.
Melquisedec, personaje misterioso del que muy poco habla la Biblia y mucho la tradición. Aquí, en este capítulo, encontramos la única referencia en la Biblia de Melquisedec, como personaje de existencia concreta y verdadera; sin embargo no se aclara nada sobre su origen, ni nada tampoco sobre su vida posterior. Aparece repentinamente, en este capítulo 14 de Génesis, como rey de Salem ‑o Jerusalén‑ ostentando el título de: “rey de Salem y Sacerdote del Dios altísimo”.
Importante y misterioso personaje del que muy poco se ocupa la Biblia; nada nos dice sobre su ascendencia, su vida y sobre su actuación posterior. Es así, que la Biblia lo cita sólo en tres oportunidades; en cambio, de la tradición, tanto judía como cristiana de la antigüedad han sugerido diversas interpretaciones ‑más allá de las estrictamente espirituales‑ de este personaje de fugaz aparición.
Aparte de la referencia del capítulo 14 de Génesis que lo presenta, por única vez, como una persona de existencia real, las otras ocasiones en las que se lo nombra, es con un sentido puramente figurado y espiritual. El Salmista lo recuerda en una oportunidad, cuando denuncia que el Mesías será sacerdote según el orden de Melquisedec (Salmo 110:4). Y recién vuelve otra vez a aparecer su nombre en el Libro de los Hebreos; siempre con relación a un sacerdocio espiritual, referido a la persona de Jesucristo.
El apóstol Pablo ‑en la referencia más extensa de la Biblia‑ dedica todo el capítulo siete en su carta a los Hebreos, para ocuparse de la figura de Melquisedec; sin embargo, en el versículo tres, reconoce que: “Nada se sabe de su padre, ni de su madre, ni de sus antepasados; ni tampoco de su nacimiento, ni de su muerte”.
En los rollos del Mar Muerto, descubiertos en las cuevas de Qumran, se ha querido encontrar referencias de Melquisedec, cuando se habla del “maestro de justicia”, que podría equipararse al “rey de justicia”, como se lo llama en Hebreos.
Filón de Alejandría, como primer comentarista cristiano, considera que Melquisedec le dio pan y vino a Abram, como prenda de sacrificio. Cuando Abram regresó, después de haber derrotado al ignoto Quedorlaomer y de haber liberado a Lot, Melquisedec lo homenajeó con pan y vino, lo bendijo y le cobró el diezmo. Se ha querido ver en este acto de “Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios altísimo”, una figura anticipada ‑la más antigua‑ de la última Cena, cuando Jesús, después de haber dado gracias, repartió el pan y vino a sus discípulos. Sin embargo, no hay noticias precisas sobre el verdadero sentido de la acción de Melquisedec, que tampoco se aclara en el silencio, al respecto, del largo texto de la epístola de los Hebreos que habla de Melquisedec, anticipo de Cristo, sacerdote.
En la primera línea del capítulo 14 de Génesis, aparece por primera vez en la Biblia el nombre de Amrafel, rey de Sinar. Aquí se lo cita por primera y única vez. Nunca más se lo vuelve a mencionar en la Biblia.
Lo cierto es que, su nombre no dice nada. Aparece junto a otros reyes que, en realidad no eran reyes, sino reyezuelos. Tan eran sólo reyezuelos que Abram, al frente de trescientos dieciocho criados en total, derrotó a una coalición de cuatro reyes comandados por Quedorlaomer, rey de Elam, entre los que se encontraba nuestro Amrafel.
Algunos autores han sostenido que Amrafel ‑de aquí su importancia‑ fue en realidad Hammurabi, rey de Babilonia; pero esta identificación es ahora rechazada, o por lo menos discutida. No sé si Amrafel fue Hammurabi; parece que es poco probable que lo fuera, pero esta presunción es propicia y da pie para acercarnos a la Babilonia de aquel período, tan estrechamente ligada a la atormentada existencia de Israel de aquel entonces.
Lo cierto y, de lo que no hay duda, es que ambos reyes, conjuntamente con Abram, fueron contemporáneos; todos vivieron entre los años 1.800 y 1.900 a.C. aproximadamente, en plena Edad del Bronce.
Babilonia, construída para la eternidad, centro de una civilizacion cuya riqueza y poderío no tuvieron paralelo en el mundo antiguo, no desapareció una vez, sino diez veces. Lo único que permaneció invariable fue su ubicación, sobre las orillas del río Éufrates, unos noventa kilómetros al sur de la actual Bagdag.
Su nombre originario, Bab‑ili en lenguaje acadio, significa “puerta de los dioses y, por otra parte, en hebreo Babel que significa ”confusión», tienen un sonido parecido. Lo real es que el nombre de Babilonia deriva de Babel, la frustrada torre que quisieron contruir en la región de Sinar los descendientes de los hijos de Noé, al mando de Nimrod, y que Dios impidió confundiendo su idioma y dispersándolos por toda la tierra.
Fue arrasada numerosas veces y otras tantas reconstruída sobre los viejos cimientos. A lo largo de doce siglos, siempre hubo una Babilonia vencedora que sepultó a la Babilonia derrotada, con nuevos Ziggurats y nuevas murallas. Por esto, hoy los arqueólogos que trabajan en sus ruinas para reconstruirla, no se han puesto de acuerdo cuál de todas las Babilonias se quiere reconstruir.
Babilonia tuvo dos épocas de florecimiento sin igual. La primera bajo el rey Hammurabi que vivió unos 1.800 años a.C. y, la segunda, bajo el reinado de Nabucodonosor, 600 años a.C. Es así que, entre ambos monarcas ‑y entre las épocas de florecimiento de la ciudad‑ han transcurrido doce siglos.
Hammurabi, sexto rey de la primera dinastía de Babilonia, fue el verdadero fundador de la grandeza del imperio. En la capital, hizo grandes construcciones y se rodeó de eruditos, artistas y literatos, que dieron nacimiento a la edad de oro de la antigua civilización babilónica.
Sin embargo, el principal logro de Hammurabi y, el más famoso, fue la empresa de organizar todas las leyes vigentes en un cuerpo único, que recibió el nombre de “Código de Hammurabi”. Este código que se conserva hoy en el Museo de Louvre, esculpido en un bloque de diorita negra, es el más antiguo y el más importante de la Historia de la Medicina.
Entre sus numerosas prescripciones, tiene un capítulo dedicado al ejercicio de la cirugía y, a lo que entonces se consideraba ética mádica. Se establece en él por ejemplo: “Si un médico trata una herida profunda por medio de lanceta de bronce y cura al paciente, o si le abre una formación purulenta en el ojo con lanceta de bronce y cura su ojo, percibirá diez monedas de plata”.
“Si un médico trata con lanceta de bronce una herida grave de un esclavo perteneciente a un hombre pobre y motivara su muerte, entregará en resarcimiento otro esclavo”.
“Si un médico trata una herida grave mediante lanceta de bronce y origina la muerte del herido, o si abre un abceso en un ojo y causa al paciente la pérdida del mismo, sus manos serán amputadas”.
En la medicina de la antigua Babilonia se practicaba la hepatoscopía como medio de diagnóstico, que consistía en la observación de los hígados de los animales sacrificados para llegar al diagnóstico de las enfermedades y, por extensión, conocer augurios de carácter general.
De esta práctica se hace eco el profeta Ezequiel, cautivo en Babilonia cerca de 597 años a.C. cuando refiere: “Porque el rey de Babilonia se ha detenido en una encrucijada, al principio de los caminos para usar de adivinación; ha sacudido las saetas, consultó a sus ídolos y miró el hígado de animales” (Ezequiel 21:21).
El Código de Hammurabi, referido a la práctica de la cirugía y a la ética del cirujano, de la misma manera que la Legislación Sanitaria de Moisés, referida a la medicina social, con ser los más antiguos conocidos, ambos marcaron dos hitos fundamentales en la Historia de la Medicina.
Largo..muy largo la queja de algunos..Si
Pero hay que leerlo, porque un analisis de esta envergadura hay que leerlo, para empaparse de historia. La mente quiso salir de este tiempo para caminar por las sendas que condujeron a lo que hoy somos y creemos.
Valiò la pena muy rico y sustancioso, Muchas felicitaciones y Bendiciones!!
ME QUEDÒ UNA ANGUSTIA POR TANTA HISTORIA INCONCLUSA Y CONFUSA..SIN RESPUESTA NO DE SU ESTUDIO SI NO DEL SILENCIO.
que bueno que hallan comentarios biblicos asi aprendemos mas mil bendiciones y adelante