El fuego. Lo hallamos en Pentecostés en las lenguas de fuego
sobre quienes descendió el Espíritu. El fuego puede producir
terribles incendios y destruir todos a su paso, y entonces es
imagen de juicio. Frecuentemente la Biblia nos habla del fuego
con que se purifica el oro, que al fundirse permite separar el
metal puro de la escoria, como la obra que el Espíritu Santo
realiza progresivamente en el creyente limpiando, purificando,
santificando.
Pablo dice: no apaguéis el Espíritu. Es que puede llegar a ser en
nosotros como la débil y vacilante llamita de una vela. ¿Cómo
avivar esa llamita en nosotros? El salmista David, después de
haber pecado, clama arrepentido: "¡No quites de mí tu Santo
Espíritu!" Y Jesús estimulando a sus discípulos a practicar la
oración les dice: Si los hombres siendo malos saben dar buenas
cosas a sus hijos, cuánto más el Padre celestial les dará el
Espíritu Santo, si le piden. Oremos para que Dios avive el fuego
del Espíritu en nosotros, la oración será la actitud apropiada
para que el mismo Espíritu caliente nuestro corazón y nos
devuelva la alegría de sentir su presencia en nuestro interior.
Un buen combustible del fuego es el aceite. Y aceite es otra
figura del Espíritu. Además de usar el aceite en lámparas para dar
luz, el aceite era un medicamento que suavizaba las heridas. Y en
este sentido es símbolo de la salud, de la sanidad que nos
imparte el Espíritu. Ardiendo este aceite en nuestro corazón se
hará evidente el calor del amor del Espíritu. Podremos amar a
Dios y a nuestro prójimo. Y manifestar el fruto del Espíritu.
Una brasa sacada de una gran fogata, pronto se irá enfriando y
apagando. También nos invadirá el frío de un mundo muerto, si no
permanecemos unidos en la congregación de los hermanos. Vivir en
el seno de la familia de Dios en unión fraternal es la actitud
adecuada para que no se apague el fuego del Espíritu en nosotros.