El presente artículo es parte de una serie de conferencias dictadas por Juan A. Mackay en un campamento realizado en Sierra de la Ventana, Argentina, a un grupo de estudiantes en el año 1931, y que luego fueron publicadas en forma de un pequeño libro titulado «El sentido de la vida» (Editorial «Minerva-Miraflores». Lima, Perú. Tercera edición año 1978).
«Si usted me llama Cristiano», dijo últimamente un indostánico a un hombre del Occidente, «yo me daré por ofendido, pero si me llama hombre cristiano, será para mí un altísimo honor». Las palabras no podrían ser más sugestivas. Ser cristiano no significaba para ese oriental sino profesar una religión determinada, pero «hombre cristiano» era para él una persona que viviera de acuerdo con el espíritu y principios de Cristo.
Mucho se ha escrito sobre el cristianismo como religión histórica, como organización eclesiástica y como sistema dogmático, pero mucho menos, y en español poquísimo, se ha dicho acerca de él como sentimiento vital y renovador. Yo no pienso ocuparme aquí de las pretensiones de tal o cual confesión cristiana de ser heredera legítima del cristianismo primitivo. No me interesa tampoco en este instante decidir cuál de las banderas dogmáticas que agitan las diversas agrupaciones cristianas interpreta mejor la ideología de los Textos Sagrados.
Considero, pues, que muchos pueden fundamentar su derecho a llamarse cristianos por su vinculación eclesiástica o la pureza de su ideología, que no estén nada compenetrados por lo cristiano, vale decir, por el nuevo espíritu o sentido introducido al mundo por Jesús. Son cristianos de nacimiento o de profesión, pero no son hombres cristianos, personas en quienes el espíritu de Cristo, del que nos habla en forma tan hermosa Ricardo Rojas en su «Cristo Invisible», se haya hecho carne, transformándoles la vida entera, haciéndoles más hombres, hombres verdaderos. Pueden ser cristianos de profesión y oficio, pero no cristóforos, portadores de Cristo.
De suerte que es de lo cristiano de lo que voy a hablar ahora. ¿Qué es lo cristiano? ¿Cómo hay que sentirlo? ¿Cuál es su sentido íntimo? ¿En qué forma se le da expresión más castiza?
Para poder adquirir el sentido cabal de lo cristiano es menester considerarlo desde dos puntos de vista: primero, desde el punto de vista de la influencia que ha ejercido y ejerce, y segundo, desde el punto de vista de su esencia. Mirando actuar lo cristiano a lo largo de los siglos, quedaremos convencidos de que hay allí una realidad que merece nuestra atención detenida. Captando el meollo de lo cristiano, el corazón nuestro adquirirá un nuevo sentido, el más potente y creador de los conocidos.
Lo cristiano es una creación del espíritu de Cristo. Es la expresión de todas las influencias superiores emanadas de Jesús que ha propendido a la transformación de la vida. «Todo lo vital del mundo occidental», ha dicho el Conde de Keyserling en uno de sus últimos libros, «se lo debe al cristianismo».
Ello es indiscutible. La emancipación de la mujer, la abolición de la esclavitud, la legislación obrera, la educación popular, las sociedades filantrópicas, las campañas contra las enfrermedades, la democracia misma y el espíritu internacionalista, todos son productos netos del cristianismo. Todo ello denuncia la presencia del cristiano, de lo de Jesús. «Hasta el bolcheviquismo», dice Keyserling, «el primer movimiento grande que ha renegado de El radicalmente, ha descendido en línea recta de El. Sin Jesús, sin El, que proclama el valor infinito del alma humana y da preferencia a los miserables y afligidos, no sería posible concebir el bolcheviquismo».
Echemos una ojeada al mundo contemporáneo, sobre todo Africa y a los países de Oriente, para ver hasta qué punto Jesús va influyendo sobre ellos.
En el continente africano el hombre blanco ha escrito una de las páginas más vergonzosas de su historia. Tal ha sido en general la huella de la llamada cristiandad en el continente de los negros, que uno de éstos dijo, no hace mucho, que si Cristo volviera al mundo en piel blanca lo negros lo rechazarían.
Por muchos siglos los llamados cristianos de piel blanca solían dejar a Cristo en el abismo oceánico al llegar a las playas africana. Se dedicaron a la caza de negros y elefantes, para quitar a éstos sus colmillos y a aquéllos su libertad, llevándolos a tierras de América. Aún en el día de hoy es prohibido a los negros en las ciudades sudafricanas caminar por las veredas: tienen que andar por el medio de la vía, como los bueyes y caballos. Y aun cuando un hombre de color sea titulado de universidad extranjera, no importa; ¡ni siquiera él puede codearse con los blancos sobre la acera!
Pero, en medio de las sombras hay destellos de luz. En la historia del siglo diecinueve no hay figura más llena de lo cristiano que la de David Livingstone, hombre que dedicó la vida a la doble tarea de descubrir para la civilización las entrañas del continente africano y de hacer llegar al corazón de los pueblos indígenas el sentido de la divina amistad, interpretada y mediada por la suya propia. Luchó con denuedo cristiano contra el tráfico de esclavos, que aún continuaba en su tiempo; no llevaba armas sino para procurarse comida y defenderse de las fieras.
Al fin cayó enfermo, hallándose a la sazón en la región del Lago Tangayika, que él fuera el primero en explorar. En una carta escrita poco antes de su enfermedad para un diario de los Estados Unidos, el descubridor de las fuentes del Nilo consignó estas palabras, que hoy están grabadas en la lápida de su sepulcro: «Todo lo que puedo agregar en la soledad en que ahora vivo, es que desciendan ricas bendiciones de lo alto sobre todo aquel -fuere americano, inglés o turco- que haga algo para sanar esta llaga descubierta del mundo». Se refería al inicuo comercio en carnes humanas.
Una mañana, a las cuatro de la madrugada, los fieles africanos que acompañaban siempre a Livingstone en sus viajes, lo encontraron muerto en su carpa, de rodillas junto a la cama. Había elevado al Altísimo su última plegaria, por la amada tierra africana. Sus inseparables amigos negros extrajeron del cadáver el corazón de su héroe adorado, dándole sepultura al pie de un árbol frondoso. Una vez embalsamado el cuerpo, las mismas manos lo llevaron a la costa, llegando a los nueve meses de viaje penoso al puerto de Zanzíbar. Aquél descansa ahora en la Abadía de Westminster, y el corazón del héroe cerca del corazón de Africa. Hermosa epopeya de lo cristiano, cuando por la infinita amistad de un corazón se le comunica a corazones ajenos.
Pasaron unos cincuenta años. Los inmigrantes hindúes del Africa del Sur, en cuya defensa Gandhi se hiciera famoso una década antes, volvieron a sufrir grandes indignidades. Cuando, por fin, las autoridades sudafricanas se dispusieron a entrar en arreglos con los colonos de la India, ¿a quién creéis que nombraron éstos como representantes suyo en las negociaciones? A un tal Andrews, inglés de origen, pero indostánico de corazón, y amigo íntimo de Gandhi y Tagore. Compenetrado de lo cristiano, Andrews había ido a la India como simple misionero de la amistad de Dios, llegando a identificarse en forma absoluta con las aspiraciones y necesidades del pueblo indostánico.
Pasemos al Asia. No hay fenómeno más significativo que el hecho de que la India de hoy parece dispuesta cada vez más a aceptar lo cristiano y a Cristo, aun cuando reniegue de todo sectarismo y dogmatismo religioso del occidente. El grupo de cristófilos aumenta a paso acelerado. Jesús está llegando a ser la conciencia de la nueva India. Cuando los compatriotas de Gandhi quisieron aplicar a su venerado caudillo el calificativo más alto que pudieran idear, lo llamaron «Hombre parecido a Cristo». Hay hindúes y mahometanos que se abstienen ya de ciertas actitudes por ser contrarias a lo cristiano. Por la influencia de Cristo se están modificando las mismas religiones autóctonas.
La última revolución china, aquel movimiento grandioso de resurgimiento de la raza milenaria y purificación de las fuentes de su vida, se inspira en lo cristiano. En instituciones cristianas de la China y del extranjero habíase educado una generación nueva. Siete de los diez miembros del gobierno de Nankín son discípulos de Jesús.
Uno de los hombres más extraordinarios del Japón contemporáneo se llama Toyohiko Kagawa. Es el Dostoyevski del Oriente. Una novela suya, «Antes del alba», en que se cuenta la experiencia trágica de un alma en busca de luz, es digna de compararse con las del gran ruso. Más de medio millón de ejemplares se han vendido en el Japón y los pueblos de Oriente. En 1911, cuando apenas tenía veintiún años, Kagawa fue a vivir entre los pobres de un barrio bajo de la ciudad de Kobe.
Allí vive desde entonces, compartiendo la vida de los pobres y trabajando en favor de ellos, salvo en dos años que dedicó a estudios en el extranjero. Es socialista y ha sido secretario de la Federación Laborista del Japón. Su pasión es reformar las condiciones sociales de su patria, y la inspiración y normas para las obras que realiza las encuentra en Jesús. Porque Kagawa es un cristiano en quien Cristo se ha hecho carne. Ciego ya de un ojo a los cuarenta y un años, lucha para que su Maestro se reproduzca en la vida de sus compatriotas, a fin de que por la infusión de lo cristiano se revolucione toda la vida nacional.
Cualesquiera que sean nuestras opiniones sobre la religión, sobre el cristianismo o sobre las iglesias cristianas, no podemos negar que lo que se ha llamado aquí lo cristiano, emanación del espíritu de Cristo, ha sido y es la influencia más renovadora que conoce la historia. ¿En qué consiste la esencia de esta fuerza superior, y cómo se engendra en las entrañas de un hombre?
Lo cristiano es lo de Cristo.
Acaso el aspecto más revolucionario del pensamiento religioso contemporáneo es el movimiento denominado «vuelta a Jesús». Se ha querido remontarse por el laberinto de la historia cristiana, penetrar más allá de los credos dogmáticos, más allá de la organización eclesiástica, hasta llegar a la figura prístina del Galileo. La enseña de este movimiento ha sido: «Queremos ver a Jesús». En el año 1910 un profesor de la Universidad de Estrasburgo, Alberto Schweitzer, publicó un libro célebre titulado «La búsqueda del Jesús histórico», en que estudiara los esfuerzos hechos hasta entonces para encontrar al Maestro cristiano. Desde esa fecha han salido otras centenares de Vidas de Jesús, y lo más interesante es que ya no son los clérigos ni los religiosos profesionales quienes más se ocupan en sacar vidas de Cristo, sino literatos, periodistas y sociólogos. Dios se ha secularizado en nuestra época, dice José Ortega Gasset.
Y ahora que figuras eminentes en la letras contemporáneas, tales como Emil Ludwig, Middleton Murray, Henri Barbuse, Giovanni Papini, Hermann de Keyserling y nuestro Ricardo Rojas, escriben o una Vida de Jesús o un estudio sobre El, podría decirse que Jesús también se está secularizando. Este es tan universal, que cada cual halla en El rasgos distintos, de acuerdo con su propio carácter, resultando así cada biografía que sobre El se escribe la autobiografía del mismo biógrafo. Pero lo más interesante es observar la fascinación creciente que el Hombre va ejerciendo sobre lo hombres más representativos. Se ha calculado que se han escrito en todos lo idiomas una 50,000 monografías sobre Aquél.
Movidos por la misma ansia universal de conocer al Hombre, mirémosle por nuestra cuenta. Al estudiarle en la páginas evangélicas, vemos a uno cuyo legado principal para el mundo no fue, como en el caso del Buda, su profunda doctrina, sino la vida perfecta, de la que al final se dejara despojar en obediencia a la ley eterna del progreso espiritual. No vemos a ningún «dulce Rabbi» inofensivo, ceñido a la griega de lirios galileos e incapaz de herir con su palabra a nadie, sino un Jesús másculo, de gestos varoniles, que lanzara tremendos anatemas contra los fariseos hipócritas, verdugos del los pobres e indefensos; uno que arrojara del templo a latigazos a los ruines mercaderes que explotaban la religiosidad popular. No vemos tampoco un ser triste y apagado, que como dijera Swinburne, «nubló el mundo con su aliento». Y, como dice muy bien Ricardo Rojas, Cristo no era, como se ha querido hacerlo, «un arquetipo de pordioseros, una especie de piltrafa humana, de escabel para los pies de todos, compendio de miserias y dechado de humillaciones».
Vemos un rostro radiante de caudillo que atraía a todas las almas sinceras y anhelantes. Oímos una voz que impresionaba a cuantos lo escuchaban por la forma autorizada en que solucionaba los problemas más hondos y discutidos. Sus palabras descorrieron el velo al misterio del mundo, haciendo ver la figura amistosa del Padre, para quien lo mismo los lirios y los gorriones que los niños y los desamparados, tenían hondo significado. Sentimos un amor como de ningún otro que ha vivido en la tierra.
Es un amor que transforma a los amados porque los ama a despecho del mal que los demás hablan acerca de ellos y a pesar de las cosas malas que saben de ellos el mismo Amante. No es amor ciego sino creador. Es el amor con que Jesús transformó en hombre de bien a Zaqueo, el funcionario deshonesto, y a Magdalena penitente en mujer santa. Es el amor que le moviera a decir en vida: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os ultrajan y os persiguen»; el mismo amor que a la hora de la muerte angustiosa, precio de haber amado, hiciera brotar de sus sedientos labios una plegaria por sus verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Es este amor que no reconoce fronteras, que ni la maldad ni la ingratitud humanas pueden apagar, y cuya mayor gloria es una Cruz, lo que constituye la médula de lo Cristiano y la única fuerza capaz de rescatar el mundo de la barbarie. Con razón decía Rodó, ante tal manifestación de amor, que Jesús era el verdadero autor de la caridad.
Lo cristiano como fuerza creadora de amor y no como simple doctrina está íntimante ligado a la persona de Cristo. En el estudio admirable sobre Jesús con el que el Conde de Keyserling concluye su libro «Figuras Simbólicas», el filósofo alemán tiene el gran acierto de relacionar la influencia renovadora del Cristianismo, o como hemos dicho aquí, de lo cristiano, a través de los siglos, con Jesús mismo. Este era más original que su doctrina, y ocupa por eso un lugar más central en el cristianismo, que el que ocupan Buda, Mahoma o Confusio en las religiones por ellos fundadas. Keyserling da a Jesús el nombre de «Mago».
Entiende por este término uno que es y que no está en mero proceso de realizarse, uno que posee la verdad y no un simple buscador de ella, uno que se sirve de sus conocimientos para modificar radicalmente su ambiente y no un simple «savant» que atesora sus conocimientos en la cabeza. Jesús es, para Keyserling, el tipo perfecto y absoluto del Ser Superior. El introdujo al mundo un nuevo «sentido», fuente de todo lo más puro, de todo lo más vital, de todo lo más creador que tiene el mundo.
¿Cómo adquirir este «sentido»? Se llega a posesionarse de él, dejándonos compenetrar por Jesús mismo. Nuestra actitud ha de ser de perfecta receptividad a su influencia, de rendición absoluta a su voluntad soberana. He aquí la aventura magna del espíritu humano: fiarse de Uno que, según todas las evidencias, es y sabe y puede. En El tocamos lo eterno y lo último. A través de El nos relacionamos con Dios, el arquetipo paternal de quien Jesús era perfecto trasunto e intérprete en la tierra, y a quien Jesús, hecho ya Espíritu, conducirá las almas hasta que despunte el día en que la humanidad entera se habrá redimido del mal por y para el amor.
Lo que sucede en nuestra época cuando un hombre se entrega en cuerpo y alma al Espíritu de Cristo, lo ejemplifica en forma épica la carrera de Alberto Schweitzer, célebre autor del libro «La Búsqueda del Jesús Histórico». Cuando escribía este libro era Schweitzer catedrático de la Universidad de Estraburgo.
Por los hondos y prolongados estudios que había hecho para descifrar la verdadera personalidad de Jesús, quedó tan convencido de que había algo tan importante, tan misterioso y tan único en esta figura, que las investigaciones históricas eran incapaces de definir o clasificar, concluyó luego el libro con estas palabras: «El viene a nosotros como un desconocido, sin nombre, como vino de antaño, a orillas del lago a aquellos hombres que no le conocían. Nos dice la misma palabra: «Sígueme tú», y nos señala las tareas que tiene que cumplir en nuestra época. Nos manda, y a aquellos que lo obedecen, sean gentes sabias o sencillas, El se les descubrirá en la tareas, los conflictos y los sufrimientos por lo que han de pasar en su compañía y, como misterio inefable, aprenderán en su propia experiencia quién es El».
¡Palabras proféticas! El autor de ellas dióse cuenta al escribirlas, que hay un conocimiento de Jesús y de lo cristiano que no puede conseguirse en la cátedra de maestro. Lo más hondo no puede ser comunicado ni aprendido en las escuelas; tiene que ser sentido y experimentado en el camino, siguiendo en pos del Maestro mismo. ¿Cuál era la tarea que el Maestro imponente y misterioso impuso a Alberto Schweitzer? Este parecía oir en los hondones de su ser una voz de mando que le decía que se aprestara para saldar parte de la tremenda deuda que los hombres blancos habían contraído con sus hermanos negros. Emprendió en seguida el estudio de la medicina. Al graduarse de médico, se despidió de su cátedra y del mundo civilizado para internarse en los bosque vírgenes del Africa occidental. Nació así una obra cristiana entre indígenas africanos en la que Schweitzer ya cuenta con la colaboración de otros espíritus selectos y cristianos de diversos países europeos que han ido a colaborar con él.
Pero lo más extraordinario queda por decir. ¿Cómo se sostiene esa obra? Alberto Schweitzer une a la profundidad filosófica de un Raimundo Lulio y la pasión humanitaria de un Bartolomé de las Casas el talento musical de los grandes maestros alemanes. El ha publicado la edición autorizada de la obra de Juan Sebastian Bach, de cuya música es el mejor exponente. De cuando en cuando Schweitzer vuelve a Europa. Entonces da audiciones musicales de órgano en París, Berlín y Londres, a la que concurre la «élite» de esas capitales. Con el producto de los conciertos que dedica a la cultura de la Europa blanca mantiene la obra que ha dedicado a la redención del Africa negra. -Hace pocas semanas Schweitzer ganó el premio Goethe por un ensayo sobre el excelso poeta, y el dinero que le otorgaron con ese motivo lo dedica también a la causa a que ha dedicado su vida.
«¡Sígueme tú!». La voz continúa resonando con los mismos acentos que ayer a orillas de Genezaret. Resonó hoy de madrugada en los claustros de Estrasburgo. A estas horas resuena en mis oídos y en los tuyos, compañero. ¡Silencio! «Sígueme, y tú serás hombre y yo te daré vocación. Llegarás a conocer la verdad y yo seré tu amigo. Vivirás como hijo en el mundo del Padre, y con mi apoyo leal y sempiterno cumplirás tu destino».
gracias por este mensaje.
Excelente publicación que trae Revelación a mi entendimiento.Gracias Señor
Fantástica porción literaria.
Gracias.
Bendiciones.
Interesante lectura, desde un principio, que hace meditar y discernir- Lo guardo para mejor comprensión. Gracias
Dios os bendiga.