La relación amorosa entre Woody Allen y la hija de su mujer no es sólo una anécdota escandalosa suplementaria para ser inscripta en los anales del mundo perverso del cine norteamericano. Lo que está en juego y es significativo en esta aventura dramática va mucho más allá de la personalidad de los actores y víctimas implicados y afecta lo más profundo de la cultura occidental; en este caso son los fundamentos mismos de una civilización los que son menoscabados y quebrantados.
¿Un juicio excesivo? En verdad no. Porque se trata del incesto y el incesto es la prohibición fundamental, la prohibición fundadora de nuestra cultura. Desde luego, me dirán, y eso es lo que pretende Woody Allen, que no se trata de un incesto en el sentido biológico y jurídico del término; pero se trata sin lugar a dudas de un incesto cultural y de un incesto simbólico; el incesto no es sólo una cuestión de consanguinidad, es también e incluso lo es en primer lugar, un sistema de prohibición cultural.
Lo que está en juego y es significativo en esta aventura dramática va mucho más allá de la personalidad de los actores y víctimas implicados y afecta lo más profundo de la cultura occidental
Prohibición fundadora porque, según los etnólogos y en particular Claude Levi Strauss, no puede haber una sociedad organizada, estable y no violenta, si en general no se admite y se respeta esa prohibición. Pero sin recurrir a Levi Strauss, Woody Allen debería ser consciente de ello más que cualquiera y saberlo de primerísima mano, porque es un intelectual judío, perfectamente familiarizado con la cultura y la religión judías.
Ahora bien, el Antiguo Testamento es el texto, la fuente revelada que establece la prohibición del incesto como interdicción absoluta y su transgresión como fuente del desorden, la violencia social y finalmente como legitimación del castigo divino. No da lo mismo y es incluso esencial que sea un intelectual judío arquetípico, y eso es lo que incuestionablemente quiere ser Woody Allen, quien tome la iniciativa de violar el libro del que es depositario.
También debe saber que por su gesto deliberado, y más aún por su proclamación, la reivindicación pública de su acto se inscribe en otra tradición judía, la de los herejes del siglo XVIII que transgredían voluntariamente todos los tabúes impuestos por la Biblia, con motivo de provocar, acelerar el fin del mundo, de un mundo que consideraban la obra de Satán. Woody Allen no provocará por sí solo el fin del mundo, pero proclama a su manera el fin de una moral occidental, tal como estaba fundada en el orden judeo-cristiano.
Dimensión metafísica
Desde luego, las estrellas, desde hace ya algún tiempo, se burlan de esta moral y su ejemplo, si puede decirse, contribuyó enormemente a la revolución sexual de Europa y de los Estados Unidos; Woody Allen completa esa revolución moral, o mejor dicho inmoral, dándole la dimensión casi metafísica que le faltaba.
En lo sucesivo, si Dios no existe, o más bien, nos dice Woody Allen, puesto que Dios no existe, todo, absolutamente todo está permitido y además, todo puede decirse.
¿Es eso verdaderamente importante y no significa universalizar excesivamente una anécdota personal inscripta en un medio social muy particular? No lo creo, porque sus personajes, quiérase o no, son arquetipos y modelos. Su gesto se inscribe como un acto final en una tragicomedia inaugurada por la revolución sexual y moral de los años sesenta y que, por olas sucesivas, modificó el comportamiento del mundo occidental en su conjunto.
Ahora bien, ¿qué es Occidente sin la moral sobre la cual se fundó? Todas nuestras instituciones, políticas, sociales, económicas, religiosas, se arraigan históricamente, incluso de manera implícita e inconsciente, en una ética judeo-cristiana. Si se niega, se desvaloriza esta ética, y esta negación se convierte en su símbolo de gloria, ¿podrán sobrevivir indefinidamente nuestras instituciones sin su basamento cultural? Cabe dudarlo.
Así el orden occidental no sería destruido por los golpes de un enemigo exterior, que ya no existe, sino debido a sus contradicciones internas y por obra de su inteligencia; ésta, es verdad, nunca se sintió satisfecha con el orden burgués. No llegaré a la conclusión de que Woody Allen es la encarnación del mal, porque la naturaleza misma de Occidente, contrariamente a todas las demás civilizaciones, consiste también en sufrir y asumir, incluso en enriquecerse, con sus contradicciones internas y con su capacidad de autocrítica. ¿Hasta la ruptura? A falta de un enemigo exterior para rehacer nuestra unidad, llega la hora en que bajo el efecto de nuestra autonegación cierto orden occidental desaparecerá. Un nuevo orden lo sucederá; no deberá de ser apacible.