Hace más de dos mil años los griegos ya habían observado que el mundo era curiosamente cambiante y se preguntaban por qué. Tanto les impactaba el cambio, que dividieron la realidad en dos mundos; el de los hombres, en donde todo era efímero, mutable, y el de los dioses, donde suponían todo era eterno y nada cambiaba.
¿Por qué la semilla se convertía en árbol? ¿Por qué un bosque se volvía un desierto? ¿Por qué el niño llegaba a adulto? ¿Por qué la paz se convertía en guerra? Desilusionados con este mundo, no veían en él nada duradero; tanto les perturbaba la realidad movediza que llegaron a idear un dios al que denominaron el Primer Motor Inmóvil, porque la inmovilidad les parecía una cualidad divina. Sólo lo divino no cambiaba, no se transformaba, no desaparecía, no se corrompía como sucedía en el mundo permanentemente transitorio de los hombres.
Siglos más tarde, cuando la teología cristiana se dejó influir por algunas de las ideas de la filosofía griega, aceptó esta división entre un mundo cambiante, el mundo humano, y el mundo inmutable y eterno, el mundo de Dios. Acentuó el contraste entre el mundo que pasa, y la eternidad que permanece. Entre lo que cambia y lo que siempre es igual. Pero aunque estos conceptos coinciden en alguna medida con el mensaje bíblico, en cierto sentido han contribuído a opacar otros aspectos.
Porque si reflexionamos un poco, también podríamos pensar las cosas de otra forma, a la inversa: En este mundo las cosas no cambian verdaderamente, y el lugar en donde se están dando los grandes cambios, los cambios espectaculares, es en el mundo de Dios.
Fíjense, por ejemplo, en el Dios organizador: Dios está preparando un lugar para nosotros (Juan 14). La realidad no es una realidad estática. Dios está haciendo cosas.
Y nuestro Dios también es el Dios de las mudanzas. Dios nos trasladó al reino de su amado Hijo, dice Pablo (Colosenses 1:13), como si estuviera viendo ese tremendo cambio, ese desplazamiento en el que la criatura humana pasara a los «portales de esplendor» para ser recibido en una nueva dimensión de la realidad.
Y también está el Dios arquitecto, el Dios de los diseños: El Dios que refacciona el cielo y la tierra (2 Corintios 4:16). Así que el cambio, la transformación real, es la que está realizando Dios.
Y hay otras palabras que nos hacen llegar el rumor de movimientos: cuando la Biblia nos dice que Dios nos recreará, cuando dice que transformará nuestros cuerpos, cuando dice que eliminará la muerte y el dolor… De pronto nos damos cuenta que si hay algún cambio radical en este mundo, es porque Dios los está gestando, Dios los está garantizando.
A veces pienso que miramos la realidad con parámetros equivocados. Como cuando vemos desplazarse otro coche y estamos en un vehículo detenido: nos parece que somos nosotros los que nos movemos. En realidad, si meditamos un poco acerca de la enormidad del cambio que Dios está haciendo, y lo comparamos con nuestros pequeños cambios modernos, casi podríamos decir que acá, en el mundo, hace mucho que «no pasa nada». Y si cambian ciertas cosas, no cambian en una medida tan grande como nos parece. Las cosas siguen bastante parecidas a lo que siempre han sido…
… Desde el primer día en que el hombre quiso actuar en autonomía de Dios, siempre han habido hombres tratando de actuar en autonomía de Dios.
Desde aquella vez que un hombre decidió matar a su hermano inocente, han habido hombres tratando de matar a sus hermanos inocentes.
Desde el comienzo del mundo humano estuvo presente la duda, el temor, la vergüenza… Porque aún hoy, aunque se esfuerce en negarlo, en el fondo del corazón el hombre tiene vergüenza de sí mismo.
Y también desde siempre han habido esas buenas cualidades que Dios ha puesto en sus criaturas y que de alguna manera lo reflejan. Si pudiéramos retroceder en el tiempo y estar en las calles de algún pueblo de la antigüedad, creo que muy pronto nos encontraríamos como «en casa», porque veríamos que no ha cambiado la mirada tierna de una madre, el gesto amoroso de un padre. Habría muchas cosas familiares. Cosas que no han cambiado y no van a cambiar: la compasión, la valentía, el amor…
Por eso, el primer pensamiento que me vino al comenzar a preparar este tema fue ese: Que en nuestro mundo poco o nada cambia y que lo que verdaderamente cambia, es lo que Dios está haciendo.
El único punto que me hace dudar es cuando pienso en la ciencia. Porque la ciencia es extraordinariamente cambiante. Tanto, que un filósofo -Karl Popper-, sintetizó lo que él creía de la historia con un par de argumentos: «La ciencia es imprevisible; un descubrimiento hace cambiar completamente el estado de los conocimientos. Y puesto que la historia está atada a los cambios de la ciencia, la historia es, como ella, igualmente imprevisible». (1)
Sí, es verdad que la historia de la humanidad ha dependido en gran medida de los cambios científicos. Son tantos y tan rápidos que a veces tenemos la sensación de vértigo. Pero me pregunto si Dios no está también detrás de los cambios científicos… Y porque él está de algún modo presente, podemos contradecir la afirmación de este filósofo cuando dice que todo es imprevisible en el rumbo de la historia. La gracia de Dios también está -por qué no- por detrás de los cambios científicos.
Pero siguiendo con el tema: Los mismos griegos que hablaban del aspecto mutable de la vida y de la falta de permanencia y estabilidad de los hechos humanos, desembocaron, curiosamente, en otra teoría que terminaba por anular, o al menos neutralizar, la idea del cambio. Se imaginaban, quizás porque veían los ciclos recurrentes de las estaciones, el paso periódico de las estrellas, que la historia del mundo también se «reciclaba» cada largo período de años… cien, doscientos mil años.
Pensaban que los cambios eran en el fondo engañosos, porque al cabo de un ciclo todo comenzaba nuevamente. Todo absolutamente, se repetía otra vez. Y a pesar de que observaban las transformaciones de la historia, sentían de todos modos que estaban como » atrapados sin salida». Fuera porque un cataclismo destruía todo, o porque una conjugación de los astros así lo decretaba… lo cierto es que no concebían que el mundo tuviera otro destino que volver a empezar, y repetir los mismos acontecimientos eternamente…
El mensaje cristiano quebró por primera vez esa concepción cíclica de la vida. Incorporó la linealidad de la historia, es decir, la seguridad de que la marcha de los acontecimientos se dirigía hacia un fin, hacia una meta: el reino de Dios. Y para los paganos convertidos a la fe cristiana, se terminó esa creencia en la circularidad, y esa sensación de estar atrapados, como repitiendo un mismo libreto.
Había un sentido, una dirección, un desenlace en los acontecimientos.
Estoy usando la imagen de la línea, con un poco de incomodidad. La he usado por mucho tiempo y siempre he afirmado que el cristianismo enseña la marcha de la historia bajo esa metáfora. Pero últimamente me pregunto si la mejor metáfora para hablar del plan de Dios es la linealidad, o si hay en la Biblia otras mejores. Es cierto que si tuviéramos que hablar del mensaje cristiano tendríamos que enlazar los acontecimientos como si fueran un relato lineal, una historia que comienza en Dios, y donde transcurren las cosas hasta terminar también en él.
Pero hay otras metáforas igualmente bíblicas, que no tienen nada que ver con una línea. La parábola de la semilla, el trigo y la cizaña, por ejemplo. Es una metáfora «espacial», si se quiere. El Señor la usó para decir lo que iba a acontecer al final de los tiempos, al final de la historia humana. Hay solamente un campo, y dentro de él crecen dos tipos de plantas de manera pareja, hasta que viene el Señor de la cosecha. Pasan pocas cosas, pero decisivas.
El mensaje que Josué le dio al pueblo judío también tenía esas dos alternativas: la vida y la muerte. Los únicos principios que rigen verdaderamente lo humano. Si la idea de la linealidad nos ayuda a imaginar algunos aspectos, esta segunda imagen del proceso de la historia nos ayuda a entender otras: el de un espacio permanente de elección de dos opciones únicas a lo largo del tiempo, para todos los hombres y para todas las épocas…
Sí, Dios es el agente de los cambios reales. Pero Dios estableció la iglesia para colaborar con él precisamente en esos cambios reales. La vida y el cambio vienen de él, pero la iglesia, su cuerpo, es agente de esa transformación. Cristo por medio de la iglesia tiene poder de cambiar lo que el mundo nunca pudo cambiar; el poder del pecado.
Y aquí viene bien citar a otro escritor que intentó interpretar los cambios de la sociedad: Alvin Toffler. Percibió que se avecinaba una época de cambios vertiginosos, y sacó su primer libro: El shock del futuro. En un segundo libro (La tercera ola) señaló los tres puntos claves del cambio de la historia cuando se desencadenaron consecuencias decisivas para la vida humana: el cambio de la vida nómada a la vida agrícola, que llevó unos mil años, el cambio de la vida agrícola a la revolución industrial, que llevó unos trescientos años, y el cambio de la revolución industrial a la transformación causada por la informática, que se produjo en unos pocos años. Pero ahora sacó un último libro (que aún no he leído) cuyo título es muy significativo: Cambio de poder, donde sostiene que el poder ya no reside en la posesión de la tierra, ni en los capitales industriales, sino en el poder de la información.
Creo que la iglesia siempre ha tenido que enfrentarse con esos poderes básicos que pretenden usurpar la autoridad de Dios. El poder del dinero, el poder de la fuerza, el poder de la manipulación de la palabra y de la información, es decir, el poder del engaño. ¿Cómo debemos pensar como cristianos acerca de estos poderes?
Quisiera citar aquí algunos conceptos tomados de un teólogo llamado J.H. Yoder, uno de cuyos libros ha sido traducido al castellano. (2)
Por mucho tiempo, nos dice, se creyó que la ética predicada por Jesús y registrada en la Biblia no tenía nada que decir acerca de los poderes del mundo moderno. Se pensaba que las normas cristianas se habían originado para un contexto de vida sencilla, porque ese era el mundo en el que había vivido Jesús: el mundo de pescadores y gente de campo.
Podía aplicarse a comunidades pequeñas, o relacionadas cara a cara, pero no a un mundo dominado por la corrupción política, o las redes complejas de la economía. La ética de Jesús podía mostrarnos un ideal estimulante, pero era inalcanzable (e impotente) para este mundo. En todo caso era una ética para un momento muy preciso del nacimiento de la iglesia. Una ética de mártires, para un lapso de tiempo muy breve.
Afirmar, como queda implícito en estos argumentos, que la ética de Jesús es sólo para la piedad individual, a la espera del futuro celestial, es un gravísimo error.
Pero también es un error -digámoslo de paso- negar que las normas de vida que Jesús dejó a sus discípulos son para vivir individualmente en relación íntima y personal con Dios. Este concepto tiene mucho de rescatable; hago este paréntesis porque ahora se tiende a descuidar la piedad individual y mirar los pecados sociales. Pero pienso en Lutero y su respuesta individual ante la gracia: su fe nació de las entrañas de un drama personal.
Esa fe del individuo solitario era la que hacía falta frente a una «cristiandad» masiva. Y pienso también en el pietismo, con su fuerte sesgo individual: en su momento puso el acento en donde estaba faltando. Ahora muchas veces se habla de la fe «individualista» originada en el protestantismo, y hay algo de razón. Pero si perdemos lo otro nos veremos obligados a recuperar nuevamente la decisión individual, la ética personal.
Pero hoy corremos más bien el otro peligro. Hoy tenemos que reconocer que hay un vacío de fe que no nos da principios para vivir y enfrentar las estructuras sociales, precisamente esas estructuras de poder que acabo de mencionar.
¿Cuál es entonces el papel que la iglesia debe asumir frente al mundo cambiante dominado por esas estructuras de poder? Este autor señala que cuando Pablo habla de «autoridades» o «poderes» emplea una palabra cuya raíz es similar al verbo «subsistir», que aparece cuando se menciona, por ejemplo, que el mundo subsiste en él y para él.
Las estructuras del mundo fueron creadas por Dios por medio de Jesucristo y subsisten porque son necesarias para que la vida humana se despliegue, sea vivible humanamente. En la creación de Dios ya estaban contempladas todas las áreas posibles para la vida humana. Estas estructuras dinámicas proporcionan un ordenamiento donde aflora la posibilidad de la vida humana en libertad.
Piensen en las manifestaciones del arte. ¿Cómo diferenciamos las cosas artísticas de las que no lo son? A pesar de todas las opiniones, hay como un «espacio de posibilidad» que separa lo que es arte de lo que no lo es. Son esas estructuras las que permiten que afloren las diferentes manifestaciones de vida humana. Son los parámetros que nos permiten distinguir instintivamente lo bello, lo justo, lo recto. Saber de qué estamos hablando cuando hablamos de solidaridad o de valentía. O lo que es el amor, la familia. Los descubrimos porque están allí, como posibilidades a priori en donde se despliega la vida. Dios ha ordenado estas «estructuras» y en él subsisten.
Han sido creadas por Dios: Pero han caído. Así como el ser humano fue creado por Dios y cayó, así también las estructuras que hacen posible la vida humana fueron creadas por Dios, pero han caído.
Cuando respetamos la naturaleza física, ella se brinda en plenitud para nuestro bien, pero si quebramos su equilibrio ecológico se vuelven contra nosotros. Del mismo modo estas otras estructuras caídas, en lugar de ser para nuestro bien, cuando se distorsionan, se vuelven contra nosotros, asfixian la vida.
Jesucristo se encarnó en las estructuras humanas: asumió una raza, una profesión, un estado civil, se sometió al imperio romano, aceptó la religiosidad judía vigente en ese momento. Pero en todos los casos les puso un límite.
Nunca dejó que se absolutizaran. Cuando pudo demostrar que se estaba distorsionando la vida, lo dijo con claridad. El respeto por el sábado, por ejemplo, se había distorsionado al punto de negar un servicio a una persona en necesidad. Cuando les contestó a quienes lo tentaban sobre pagar impuestos respondió: «Dad a César lo que es del César», como advirtiendo: habrá cosas que no son del César, porque son de Dios. Va poniendo límites, y va mostrando los abusos. Las estructuras caídas siguen siendo suyas; han caído, pero él quiere redimirlas. Quiere mostrarnos el sentido para el cual fueron creadas. Eso decía siempre: Mas yo os digo. En vez de posibilitar la vida humana, la estaban sofocando, la estaban distorsionando.
Y lo que más molestó a quienes estaban al frente de las estructuras de poder fue esta libertad con que Cristo se movió dentro de ellas. Pudo vivir con transparencia, sometiéndose a ellas pero viviéndolas en su verdadero sentido…pero le costó la vida. Los dueños del poder finalmente lo sometieron a la muerte.
En Colosenses 2:13-17, Pablo se refiere a dos actos centrales. El primero es aquel por el cual recibimos la vida. La recibimos por un acta de transferencia que anula nuestra culpabilidad y la coloca sobre la cruz. El otro acto central es la forma en que Cristo enfrentó los poderes del mundo: si no me equivoco, lo central es el verbo «exhibir», desenmascarar. Porque con sólo exhibirlos, los despojó de poder, y triunfó sobre el engaño. Lo que Jesucristo hizo en relación a las estructuras vigentes, las estructuras religiosas, políticas, y sociales fue eso: desenmascararlas. Demostró, sin atacarlas, lo falsas que eran. No tuvo que hacer otra cosa que traerlas a la luz, y dejarlas obrar.
Las autoridades religiosas sabían que no podían matar a un inocente. Esa estructura que se precisaba de ser la más justa y haber heredado las normas de Dios, fue la que decidió su muerte. Los romanos también sabían cómo tratar a los inocentes. Tenían una legislación avanzada y no querían hacer muertes innecesarias. Pero la corrupción de esas normas se patentiza en la actitud de Pilato. Jesucristo puso en evidencia la falsedad de las pretensiones de esas estructuras de poder.
Salvando las distancias, piensen en la Madre Teresa. Ella atiende los intocables de la India. Los lava, los cuida. Aparentemente no es actitud política…pero con sólo tocar a un «intocable», está desenmascarando más efectivamente el mito de las castas, que si se dedicara a atacar la injusticia social. Su forma de vivir pone en evidencia la falsedad de esa tradición.
Si la iglesia puede desenmascarar los mitos que existen hoy, las estructuras alienantes que pretenden ser justas y verdaderas… Si la iglesia puede demostrar que la felicidad no existe en la esclavitud al dinero o en el consumismo… Si puede mostrar alternativas al machismo, si puede quitar los mitos de las diferencias sociales, si puede desenmascarar la idea de que no hay sentido en la vida… Si la iglesia puede vivir en una red de relaciones comunitarias fundadas en la solidaridad, si la iglesia es el lugar donde se puede mostrar una alternativa a lo que dicta la sociedad, ya estamos triunfando sobre el poder engañoso que rige la mentalidad del mundo.
Todo esto está en relación a cómo insertarnos en el mundo de hoy. Decir que Jesucristo es Señor es querer vivir en obediencia a él dentro mismo de las estructuras del mundo, sometiéndolas a ellas, pero poniéndole los límites de nuestra obediencia a Cristo. De esa manera ya estamos haciendo una declaración revolucionaria que tiene mucho más que decir que muchos tratados de teología. La vida de la iglesia es en sí misma un mensaje que bien podría llamarse en contra de las estructuras falsas de poder.
Para quienes se preguntan acerca de integrar cargos políticos: No tendremos derecho de pedir cambios en la sociedad, sino los vive la iglesia. Lo más importante es poder vivir en la iglesia esa ética que por la gracia de Cristo se transforma en el poder que «exhibe» el engaño y triunfa por encima de los poderes de este mundo.
Me sigue sorprendiendo la capacidad de reunir tantas palabras para no decir nada.
Y lo poco que se dice es contrario a las Sagradas Escrituras.
En primer lugar, que hay cambios en el mundo es una completa estupidez negarlo. En los siglos XIX y XX ha cambiado más el mundo que en todos los miles de años anteriores. Y en lo que va del siglo XXI la velocidad de los cambios es aún mayor cada día. Puedo profetizar sin temor a equivocarme que en los próximos años, si el Señor no viene antes, asistiremos atónitos a cambios mundiales absolutamente drásticos.
La cuestión que se pone sobre la mesa es ¿Cambia Dios?
El autor, que por cierto, no sabemos quién es, dice:
el primer pensamiento que me vino al comenzar a preparar este tema fue ese: Que en nuestro mundo poco o nada cambia y que lo que verdaderamente cambia, es lo que Dios está haciendo.
Habría que preguntarse si éste pensamiento humano está de acuerdo con lo que enseña la Palabra de Dios. Veámoslo:
Porque Yo Jehová no cambio. (Malaquías 3.6)
Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos. (Hebreos 13.8)
Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación. Santiago 1.17.
Por la Palabra de Dios sabemos que él no cambia. Es inmutable. De hecho este es uno de sus muchos atributos que le hacen Único y especial.
Cuando cita a Jesús en Juan 14. Dios no cambia nada, porque nos esté preparando un lugar, cambia el entorno para nosotros. Pero Él, sigue siendo el mismo e inmutable Dios, en el cual no hay sombra de variación alguna.
Tampoco cuando cita a Pablo en Colosenses 1.13. Dios nos traslada al reino de su Amado Hijo, por lo que quienes cambiamos somos nosotros. Él sigue igual.
El mal uso de la Palabra de Dios es algo inaceptable para quienes proclaman hablar de Dios, o en su nombre.
Sí, también en 2ª Corintios 4.16, El cambio lo está dando Dios, pero no en sí mismo, sino en nosotros. DIOS NO CAMBIA. ES INMUTABLE.
Me pregiunto si el autor al sugerir la metáfora de la semilla como mejor que la línea, no estará sugiriendo la reencarnación. Espero que no.
Porque Dios ha establecido que todos los hombres mueran una sola vez y después sean juzgados. Hebreos 9.27.
Las normas que dejó Jesús a sus discípulos, no son tan sólo para vivirlas en la individualidad. Esto sí que es un error. En todo el evangelio vemos la intencionalidad de Jesús de que afectemos al mundo con su mensaje. El evangelio no es para vivirlo en lo privado, sino en lo público también. Toda la sociedad debe ser alcanzada por el mensaje de Cristo. Creer lo que el autor afirma es lo que ha llevado a una iglesia apóstata que vive su fe a rato los domingos por la mañana. La fe es para vivirla las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Alcanzando con nuestro estilo de vida y el mensaje de Jesús, al mundo entero. En eso consistía la gran comisión.
La cuestión en éste asunto es vivir en la búsqueda de un equilibrio entre la piedad individual y la fe que alcanza el mundo.
A Cristo no le costó la vida moverse con libertad dentro de las estructuras de poder. Porque nadie le quitó la vida al Mesías, sino que él mismo la entregó voluntariamente para nuestro rescate y luego volverla a tomar.
Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. 18Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre. Juan 10.17-18.
Lo que Pablo dice en Colosenses 2.13-17 nada tiene que ver con las estructuras humanas de poder, sino con las espirituales malvadas, siobre las que Cristo luchó anbiertamente y triunfó sobre ellos despojándolos de toda autoridad sobre nuestras vidas.
Si la Iglesia quiere triunfar sobre el poder engañoso que rige la mentalidad del mundo, lo único que debe hacer es poner por obras los principios bíblicos que hayamos en la Palabra de Dios. Viviendo con fe y en obediencia a su Palabra, estaríamos triunfando sobre toda estructura de poder, aunque acabásemos deborados por fieras en un circo romano. O criticados por las estructuras religiosas actuales.
Sigo insistiendo en que se puede decir más con mednos palabras.
Bendiciones
Muy interesante eh????????