En el siglo de la sospecha, la utopía, y el temor
por SAMUEL ESCOBAR
Una buena noticia se ha echado a rodar por el mundo. Un mundo viejo y cansado de malas noticias, que son sólo versiones renovadas de la tragedia humana, escucha el mensaje de alguien que promete «hacer nuevas todas las cosas». Así, avanzando contra las tinieblas, la luz verdadera sigue su curso fulgurante que nada ni nadie puede detener. De esta manera conciben los autores bíblicos el anuncio del Evangelio de Jesucristo por los caminos del Mundo. Pablo habla de la dinamita de Dios de la cual él no se avergüenza. Juan habla de «la luz que brilla… y la oscuridad no ha podido apagarla». Lucas narra la épica de un avance incontenible contra viento y marea, en el mundo greco-romano del siglo I.
Esta buena noticia no es sólo un sistema de ideas que se contrapone a los sistemas de ideas hoy vigentes en el mundo. No es una ideología más en el supermercado intelectual del momento. Es un poder, es una forma de vivir y plantarse frente al mundo, es un comunidad que trasciende barreras. Para recuperar el sentido vigoroso de un estilo de vida evangélico hay que sacar el Evangelio de manos de los vendedores profesionales que la han vuelto un inocuo producto comercial que se ofrece al mejor postor. Dondequiera un ser humano que invoca el nombre de Cristo se atreve a vivir por él; se esfuerza por practicar sus demandas de amor, justicia, servicio y arrepentimiento; alza sus ojos con esperanza y vence el temor, allí es donde está avanzando el Evangelio.
A partir del siglo I, siglo tras siglo, vivir el Evangelio ha sido toda una aventura que ha probado las promesas del Dios de Abraham, Isaac, Jacob, Jesucristo y Pablo. Hoy sigue siendo así. La atmósfera de nuestro tiempo es otra. La oposición de afuera y las traiciones de dentro han cambiado de rostro. Jesucristo es el mismo hoy, ayer y siempre y por ello hay que entender cómo vivir el Evangelio eterno de nuestro tiempo. Estas líneas intentan ser un bosquejo de lo que puede ser esa vida, sobre el trasfondo de la atmósfera de nuestra época.
EN LA EPOCA DE LA SOSPECHA
Bosquejando la atmósfera intelectual de nuestro tiempo, Paul Ricoeur ha destacado la marca que sobre ella han dejado los tres maestros de la sospecha: Freud, Marx y Nietzsche. Vivimos en un mundo heredero de esta especie de sospecha sistemática. Tras los mensajes y las grandes palabras, tras las propuestas y programas de nuestro tiempo, estos maestros nos hacen ver corrientes subconcientes, apetitos económicos, falsos razonamientos que intentan apagar la potencias vitales. Manipulando esta metodología hasta la exarcebación, se relee la historia, se desmitologiza a los héroes, se reducen los afectos humanos a neurosis o desequilibrios químicos.
Pobre generación aquella que no puede ya disfrutar del abrazo materno porque sospecha de complejos edípicos. Pobre generación aquella que no puede entender a Moisés, Jesús, Pablo, Agustín. Pascal o Calvino, porque los mete en el rígido chaleco de fuerza intelectual y física, en nombre de la exaltación de fuerzas vitales y de hombres superiores que están más allá del bien o del mal. Pareciera que en nuestro continente, que anda siempre a la zaga de Europa, es la exarcebación deformante de los maestros de la sospecha, la que comunican los profesores y los manuales.
El Evangelio: vida, poder, palabra, es el terreno firme en que se para el discípulo de Cristo hoy. La verdad que Jesucristo revela y encarna arroja luz sobre la historia humana y sobre todas las empresas de los seres humanos. Al llamarnos al arrepentimiento y a la conversión, nos señala lo limitado de nuestra condición humana.
Alienados de Dios y del prójimo, incapaces de vivir conforme a nuestros ideales, temerosos de la extinción que sigue a la muerte, descubrimos la profunda necesidad de una transformación, de una vida cualitativamente diferente. En Cristo descubrimos cuál era el propósito para el que Dios nos había creado: ser como Cristo es la vocación más alta a la que ha sido llamado el hombre. Un poder nos abre los ojos. Una palabra nos llega. Obedecemos al llamado y comienza la vida. Una vida que se rige por dos grandes mandamientos: amar a Dios con todo el ser y amar el prójimo como a nosotros mismos.
Jesús nos pone en guardia contra los apetitos económicos erigidos en deidad. Con él aprendemos a sospechar también: «Donde ustedes tengan sus riquezas, allí también estará su corazón», «No se puede servir a Dios y al dinero». Vivir el Evangelio es primero vivir la libertad de la idolatría materialista de los apetitos económicos. Es hacer de Jesucristo el Señor y entrar a un género de vida que ve lo económico como un campo en el cual se pone en práctica la obediencia a Dios, el dador de todo lo que el humano posee.
Cuando nos damos cuenta que nuestros propios apetitos invaden nuestros pensamientos y palabras, relativizando lo justo y lo auténtico de nuestros proyectos más amados, descubrimos también que Cristo puede renovar nuestras vidas y expurgarlas para que den fruto.
El hombre nuevo con su hambre y sed de justicia ya empieza a manifestarse en la disposión a cambiar nosotros mismos para que el mundo cambie.
También nuestra experiencia cotidiana nos hace sentir el peso de un pasado que corre como corriente profunda, inconsciente o subconsciente. Dios escudriña hasta las profundidades de nuestro ser, como bien lo dicen especialmente los autores bíblicos. La luz de su Palabra y la oración van iluminando lo más recóndito. Pero hay más que sólo eso. Cristo redime nuestro pasado y nuestro presente, de manera que no tenemos que vivir ni condicionarnos fatalmente por ellos ni con un sentimiento de culpa constante. Paz con Dios ganada a costa de la vida de Jesucristo significa también la experiencia de la gracia que perdona y redime.
Es la perfección de Jesucristo la única que podemos reclamar como nuestra, y nuestro destino no depende de nuestro éxito sino de la victoria de la cruz.
Así entramos también en la comunidad de los creyentes donde nos sentimos hermanados en la paciencia y la esperanza con otros cuyo pasado y presente también han sido redimidos por Cristo: primicias de la nueva humanidad.
Por ello mismo la vida no es sólo un ejercicio de razonamiento y auto-examen continuos. Es también el entusiasmo de la fe, cuando todo nuestro ser responde con exaltación y pasión al amor de Dios. Apasionados por Cristo y arder con él para poder alumbrar. Intuir la razón de Dios en las paradojas de su Palabra, disfrutar de la vida abundante que Cristo promete. Toda la fuerza vital de que es capaz el ser humano, sometida al yugo del amor de Jesucristo, viene a sustituir la fuerza destructiva e irracional de los impulsos no redimidos y puestos al servicio del egoísmo.
Es decir, en la época de la sospecha, cuando las instituciones geniales han ayudado a ver mejor algunas regiones de la experiencia humana, el cristiano tiene un terreno firme en qué pararse, una verdad que por su poder esclarecedor cala más hondo que el bisturí de los maestros humanos. Pero no sólo ello, sino un poder redentor que lo transforma y una vida plenamente humana, la de Jesucristo, que le marca el camino.
EN LA EPOCA DE LA UTOPIA
De la sospecha se ha saltado a la utopía. ¿Cómo pudo ser? Se ha aceptado por fe que la historia marcha en cierta dirección, y se propone hoy un plan de vida para marchar en el mismo sentido que la historia. Así ha surgido el mito de la revolución que nos va a traer el reino de Dios sobre la tierra. Ante sus altares millares de vidas jóvenes se han quemado en las últimas décadas.
La intolerancia de los sacerdotes de este culto es implacable. Cuando sólo son teóricos que usan el terror ideológico contra quienes no siguen su línea, la batalla intelectual suele ser dura y difícil. Pero cuando se convierten en líderes guerrilleros o ejecutivos de una revolución triunfante, la intolerancia los hace inquisidores y verdugos. Y lo triste es que generan en la sociedad anticuerpos semejantes a ellos pero de signo contrario: igualmente intolerantes, vengativos y poseídos de un espíritu de cruzada. Es el salto de la extrema izquierda a la extrema derecha.
Vivir el Evangelio hoy demanda en primer lugar no caer en esta trampa ideológica. El diálogo y la confrontación implican que uno pisa su propio terreno. El problema con el utopista es que nos hace aceptar su utopías como un axioma que no necesita demostración. A partir de este punto nuestra vida y nuestra acción son juzgadas a la luz del axioma utópico. Es decir, como el único camino que es aceptable es el de la revolución, nuestra vida y nuestra acción no sirven para nada a menos que estén al servicio de esta revolución.
Con el mismo criterio se juzga la historia de la Iglesia, la historia del mundo y aun a Jesucristo mismo. Para algunos de los utópicos Jesús y Pablo fueron instrumentos de los opresores de su tiempo, y la historia de la Iglesia es la historia de una continua traición a la revolución. Otros utópicos han seleccionado de las enseñanzas bíblicas aquello que parece darles la razón, y nos presentan ahora la utopía marxista vestida con ropaje bíblico. Así para ellos, vivir el Evangelio hoy sería embarcarse en el camino de la utopía marxista.
No caer en esta trampa, hemos dicho. No aceptar la utopía como un axioma ni tampoco aceptar como «científico» un análisis, que por un lado se alimenta de esa utopía, y por otro reduce al hombre a su materialidad. Pisando nuestro propio terreno, descubrimos en primer lugar que la norma que juzga la vida y la acción de los hombres no es la revolución sino el designio de Dios revelado en Jesucristo. Descubrimos también que para tener valor y eficacia las acciones humanas no necesitan ser políticas en el sentido en que los utopistas quieren. La vida es mucho más que la política. La fidelidad a Dios se dá dentro de una variedad inmensa de marcos de servicio.
En la forma en que Jesús vive su obediencia a Dios en el mundo y la comunidad cristiana primitiva procura seguirlo, encontramos un modelo pleno de posibilidades: la potencia del Evangelio en acción, en medio mismo de la historia humana. Hay utopías religioso-políticas en el tiempo de Jesús.
El no se embarca en ellas. Exige, eso sí, de sus discípulos, un estilo de vida caracterizado por la disciplina y la libertad dentro del temor de Dios, el servicio al prójimo a la medida de las posibilidades.
Así surge una comunidad radicalmente diferente del medio ambiente en su concepto de amor, del poder, del uso de riquezas. No hay en Jesús y la comunidad apostólica la actitud utópica de que la vida de obediencia al Evangelio sólo se puede vivir en una situación social y política radicalmente diferente.
No hay la voluntad de destrucción del sistema a fin de implantar otro que será la suma de las perfecciones. Hay un realismo profundo en cuanto a la condición humana y los sistemas humanos.
Y una disposición por momentos heroica a vivir el mañana del Reino de Dios dentro de las limitaciones del hoy, en el reino del César, para quien Jesús no se presta ni como capellán ni como adversario político.
Traducido a nuestro tiempo, este estilo de vida implica la atención sensible a las necesidades del prójimo y la disposición a poner las propias posibilidades al servicio de Dios y del prójimo, dentro de cualquier sistema, y en lealtad antes que nada a Dios, cuya voluntad ha sido revelada en su Palabra. La dolorosa tensión que su doble ciudadanía, celestial, y terrenal, no debe llevar al cristiano, por impaciencia o pereza intelectual, a engullir la carnada de la trampa utopista.
EN EL REINO DEL TEMOR
Se ha repetido de varias maneras un ciclo en lo que va de nuestro siglo: primero la sospecha, luego la utopía, finalmente el reino del temor. La mentalidad de los hombres del siglo I estaba plagada de temores: a las potencias espirituales de los aires, a los principados y potestades, a los espíritus elementales. En medio de ellos el Evangelio era el anuncio de la victoria cósmica de Cristo, que ponía en evidencia la debilidad de estas fuerzas que aterrorizaban a los hombres.
Hoy en día los temores tienen otros nombres, pero son muy parecidos en sus efectos sobre el corazón de los hombres sin Cristo. El periodismo contemporáneo ha ido desarrollando toda una jerga que conjura el temor y sensación de un fatalismo frente al cual el hombre parece impotente.
Hoy se tiembla ante las fuerzas oscuras que dominan el mercado de los valores, ante los vastos sistemas de policía secreta en oriente y occidente, ante las mafias de todo signo que parecen obrar con impunidad y crecer como pulpos infernales.
El Evangelio de Cristo sigue siendo el Evangelio de la victoria de Dios sobre todo aquello que se opone a su designio que es el bien y la vida abundante para el hombre. Cierto que esa victoria pasó por el sufrimiento de la cruz, por la agonía, la soledad y lo que a todas luces parecía el fracaso y la impotencia del justo contra la maldad del mundo. Hay abundante material bíblico que advierte que al discípulo de Jesús en todos los tiempos bien le puede tocar enfrentar la amargura de una aparente derrota, el sufrimiento por la justicia y por el bien.
Es para ese contexto, para ese momento, que se afirma con mayor énfasis la realidad de la victoria de Jesucristo, la esperanza de su manifestación final, la necesidad de un coraje armado de paciencia que pone la causa en las manos del Dios justo.
Vivir el Evangelio es negarse a permitir que los temores que sobrecogen a los hombres de hoy no nos atemoricen también a nosotros.
Es poner la mira en Cristo, alzar la vista y vivir en obediencia a su ejemplo, con gozo y confianza en la victoria final, cualquiera sea el curso de la peripecia del hoy. Jesús y Pablo y Pedro nos enseñaron que esta manera de vivir el Evangelio no es la arrogancia insultante frente al verdugo ni la búsqueda casi masoquista del sufrimiento.
En nuestro tiempo implica la desmitologización de las utopías y poderes terrenos, el entendimiento de estas fuerzas dentro de su limitada dimensión humana, o quizás aun en su exageración demónica.
Pero implica también el propósito de seguir haciendo aquello que entendemos que es el bien, aunque ello acarree la persecución o la amenaza. Porque nada nos puede separar del amor de Dios en Cristo y ese amor ha triunfado para siempre.
Doy gracias a Dios por la vida de nuestro hermano Samuel Escobar y su vigencia para nuestro tiempo, una palabra desafiante para los pulpitos de nuestro tiempo.
Quedo con una sensacion dentro, EL REINO DE DIOS, esta entre nosotros manifestado desde el gobierno de Dios con todo lo que el implica, un Rey donde sus ciudadanos viven de acuerdo a lo que el Rey tiene? pregunto utopia? y dos la palabra griega doulos no como siervo sino como lo que verdaderamente traduce esclavo deberia producir un genuino despertar espiritual.
lo bendigo grandemente,tambien queiro pedir que ustedes oren x mi para que señor me envie una pareja soy divorciada,y tengo 52 años pero no queiro envejecer sola,gracias,,,,,, queiro agradecer todos vosotros x las enseñanzas que me mande gracias..
Realmente muy buena reflexión. Antigua y actual, fuerte y clara. Si tuviese que objetar algo, que no tengo que hacerlo, es que se coloque a Jesús a la altura de los demás personajes bíblicos. Creo que él es superior y aún en nuestras reflexiones debe mostrarse claramente la superioridad del Hijo de Dios respecto a cualquier otro personaje histórico aunque sean bíblicos. Pero como he dicho, no tengo nada que objetar. La reflexión es excelente y digna de ser tenida en cuenta.
Gracias.