por C. RENE PADILLA
Todo amor es una lotería, y una lotería en donde se arriesga lo mejor, lo más íntimo de uno mismo. Para ese riesgo no existen garantías en el mundo. O se lo acepta o se rehúsa uno al amor. Por eso, todo acto de amor no es más que un acto de buena voluntad: es un acto de confianza, es un acto de fe. El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios. El que ama a Dios, ama a su prójimo; el que no ama a su prójimo no puede decir que ama a Dios.
PARA EL FILOSOFO Antonio Caso hay tres niveles de la existencia: el biológico (la existencia como economía), el estético (la existencia como desinterés) y el de la caridad o el amor (la existencia como sacrificio).
En términos generales estos tres niveles coinciden con tres palabras griegas que servían para expresar la idea del amor en el siglo I de nuestra era: eros, filia y agape. Los escritores del Nuevo Testamento tomaron la tercera de estas palabras (agape), la menos común en los autores clásicos, y le dieron un nuevo sentido derivado del Evangelio. Enriquecida por la visión (y la experiencia) del Dios que en Jesucristo se revela como Padre, la palabra agape pasa a ocupar un lugar privilegiado en el léxico cristiano, como la palabra que sintetiza toda la teología y toda la ética cristianas: «Dios es Agape» (1 Juan 4.8) y «el cumplimiento de la ley es agape» (Romanos 13.10).
No podemos entrar aquí a detallar las diferencias entre eros, filia y agape. Alguien las ha simplificado afirmando que Eros dice: «Todo para mí»; Filia dice: «Esto para mí, y aquello para tí», y Agape dice: «Todo para tí». Desde la perspectiva del Evangelio, la definición de Agape se da no tanto en palabras como en la entrega de Jesucristo por nosotros. «Conocemos lo que es agape -dice el apóstol Juan-, en que Jesucristo dio su vida por nosotros». Y como la teología es inseparable de la ética, añade: «Y así también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos.» (1 Juan 3.16). Ágape es, pues, la entrega de uno mismo en beneficio del otro. En palabras del mencionado Caso, la caridad consiste en salvarse de uno mismo, en darse a los demás, en brindarse y prodigarse sin miedo de sufrir agotamiento».
La mejor ilustración del profundo sentido del amor-entrega la da Jesús en su conocida «Parábola del Buen Samaritano». Veámosle en su contexto histórico y reflexionemos sobre su aplicación.
EL CONTEXTO HISTORICO
Todo comienza con una pregunta formulada por un Rabí y dirigida a Jesús: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?». Se trata de una pregunta de un hombre religioso, conocedor de las Sagradas Escrituras. Y eso pone de relieve la intención que la anima: es una pregunta retórica, hecha para probar a Jesús. ¿Qué puede importarle al Rabí la respuesta de Jesús? ¿Acaso no tiene él las respuestas que le provee el judaísmo, cuyo denominador común está dado por el celoso cumplimiento de la ley (la Torah) como el camino por el cual se obtiene la vida eterna?
Jesús, que conoce el diletantismo del Rabí, le responde con otra pregunta: «¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Cómo lo lees?». Así, de entrada, obliga a su interlocutor a un diálogo que supere el nivel de las meras definiciones verbales y se oriente a la práctica de la verdad. El problema del Rabí es que no sabe «lo que está escrito en la ley»; el problema es que, sabiendo las respuestas a su propia pregunta provistas por el judaísmo, ha transformado el antiguo llamado a la obediencia en un ejercicio intelectual.
(El planteamiento inicial del Rabí se ajusta a la siguiente descripción de las discusiones de los rabíes: «En las escrituras rabínicas hay muchos casos similares de reuniones entre grandes maestros, cuando cada uno trataba de envolver al otro en dificultades dialécticas y disputas sutiles. En efecto, éste era un aspecto del rabinismo y condujo a ese triste y fatal juego con la verdad en que todo se convertía en asunto de sutilezas dialécticas y nada era realmente sagrado).
«Las respuestas provistas por el judaísmo» dijimos; pero para ser exactos tenemos que ir mucho más allá. Porque en efecto, la respuesta del Rabí es una combinación de dos textos del Antiguo Testamento (Deuteronomio 6.5 y Levítico 19.18), de la cual afirman los especialistas que jamás se encuentra en los escritos rabínicos del siglo I: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y ama a tu prójimo como te amas a tí mismo».
Como Jesús (Ver Marcos 12.29-31, donde Jesús combina los mismos textos del Antiguo Testamento), este Rabí ha entendido el verdadero sentido de la ley; ha visto que «en el amor se cumple perfectamente la ley» (Romanos 13.10). Pero por algo dice el adagio que «del dicho al hecho hay mucho trecho». Cuando Jesús le confronta con la necesidad de vivir la ley que ha resumido con tanta precisión, el Rabí se siente arrinconado y, queriendo «defender su pregunta», plantea un nuevo interrogante: «¿Y quién es mi prójimo?».
Esta última pregunta es la que motiva la parábola. Para entenderla correctamente tenemos que relacionarla con la distinción que muchos rabíes hacían entre «prójimo» y «extranjero», ejemplificada por la siguiente cita de Moisés Maimónides en la Edad Media: «Cuando se dice (en la ley) su `prójimo’ se exceptúa a todos los gentiles (extranjeros).
Un israelita que mata a un extranjero no es condenado a muerte por el Sanhedrín, porque la ley dice, si alguien se levantara contra su prójimo» (Citado por Juan A. Mackay en «… Mas yo os digo», Casa Unida de Publicaciones, México, 2a. ed. 1964, p. 177). El sentir que expresa es comprensible cuando se toma en cuenta la larga historia del antisemitismo. Pero lo que importa para nuestro propósito es que la distinción entre «prójimo» y «extranjero» hacía posible que el judío entendiera Levítico 19.18 como un llamado a un amor que se limitaba al connacional y exceptuaba al gentil.
Así pues, la pregunta del Rabí («¿Y quién es mi prójimo?») refleja una interpretación tradicional del mandato de Dios en la cual el maestro de la ley se refugia frente a Jesucristo. ¿No es lo que hacemos todavía hoy cuando deseamos evadir nuestra responsabilidad en relación a la palabra de Dios? ¿Recurrimos a alguna interpretación tradicional que excuse nuestra desobediencia?
LA PARABOLA
Jesús narra la parábola para dar respuesta a la pregunta del Rabí. Se refiere a una incidencia que, por todo lo que sabemos, bien pudo haber ocurrido unos días antes: un asalto a un viajero, en el camino de Jerusalén a Jericó. Ese camino de algo más de treinta kilómetros con una pronunciada pendiente de mil metros, era conocido como la «Vía Sangrienta» por ser el escenario de frecuentes asaltos cometidos al amparo de los peñascos que lo flanqueaban. Pero Jesús toma un incidente común y hace de él un drama en tres actos, en el cual participan (además de la víctima y los ladrones) tres personajes: un sacerdote, un levita y… un samaritano. Queda así reemplazado el tercer elemento de la tradicional tríada del judaísmo: (un sacerdote, un levita y un israelita), con la obvia intención de obligar al Rabí a profundizar la reflexión, como veremos más adelante.
Primer acto: El asalto. Los ladrones no se limitan a robar a su víctima, sino que la desnudan, la golpean y la dejan medio muerta. ¿Quién es la víctima? Jesús da un solo dato al respecto: es un hombre. ¿Nombre? ¿Edad? ¿Oficio? ¿Raza? ¿Religión? ¡No lo sabemos! El único dato que interesa es que es un hombre. Eso basta para el propósito de la parábola, y eso basta desde la perspectiva del amor. En palabras de Martin Luther King, «el samaritano tenía la capacidad para un altruismo universal.» (Strength to love, Fontana Books, Londres, 1969, p. 27). No pasemos por alto ese detalle: que Agape no respeta distinciones de edad, oficio, raza, religión… El único dato que requiere para actuar es éste: un hombre, un ser humano en necesidad.
Segundo acto: La indiferencia de un sacerdote y un levita. Sucesivamente ven al hombre herido y pasan de largo. Como el Rabí a quien Jesús narra la parábola, son gente religiosa, celosa en el cumplimiento de la ley. Sí, son gente religiosa pero inhumana. Pero no los critiquemos muy severamente: lo más probable es que si los tuviéramos ante nosotros, sabrían explicar su actitud.
Podrían mencionar por ejemplo, una razón práctica: iban de apuro, o una razón de prudencia: convenía alejarse del lugar, so pena de ser asaltados ellos mismos o (¿quién sabe?) acusados del atraco, o mejor aún, una razón religiosa, con base bíblica: si el hombre estaba muerto, tocarlo significaba contaminarse, puesto que según el Antiguo Testamento «el que tocare cadáver de cualquier persona será inmundo siete días» (Números 9.11).
En resumidas cuentas, para auxiliar al caído hubiese sido necesario arrostrar un riesgo, y ¿quién quiere arrostrar un riesgo para ayudar a un desconocido? El recurso de la apatía es tan útil hoy como en ese entonces. Y, como observa Juan A. Mackay, «los dos eclesiásticos judíos que aparecen en esta historieta han dejado numerosa prole, que descubre en el día de hoy la misma parálisis del corazón que aquejaba a sus progenitores.» (Op. cit. p. 186).
Tercer acto: La acción de un samaritano. Note el lector el lujo de detalles con que Jesús describe esta acción en la parábola. Cabe pues, que nos detengamos en ella, a fin de percibir la fuerza de su significado.
En primer lugar, una palabra sobre el agente de acción. Se trata de un representante de una raza despreciada por los judíos. La sola mención de un samaritano tiene que haber resultado chocante para el Rabí. Pero Jesús introduce ese dato (que el bienhechor era un samaritano) a propósito. Los dos religiosos (el sacerdote y el levita) del segundo acto eran miembros del pueblo escogido y se ajustaban a la ortodoxia judía; éste, en cambio, no tenía a su favor ni una ni otra cosa: no era judío, adoraba en el monte Gerizim y del Antiguo Testamento tenía sólo el Pentateuco. ¿Qué se podía esperar de él?
La clave de la acción del Samaritano está dada en una sintética descripción de su motivación: «Al verlo, sintió compasión», «fue movido a misericordia». Eso, y sólo eso explica todo lo que sigue. Pero no hay que olvidar otro dato: El Samaritano no estaba atado a tradiciones ni tenía escrúpulos que le impidieran actuar según los dictados de su corazón, como en el caso de los religiosos. No hubo nada que rompiera la cadena del amor-entrega: ver, compadecerse, actuar.
La acción del Samaritano no se limita a prestar al necesitado los primeros auxilios. No en vano Jesús se detiene en la enumeración de todo lo que el Samaritano hace en favor del hombre a quien toma bajo su cuidado: se acerca a él. Le cura las heridas, le pone vendas, lo sube a su propia bestia, lo lleva a un alojamiento, lo cuida allí personalmente, paga los gastos al dueño del alojamiento y antes de ausentarse promete pagar cualquier otro gasto a su regreso. Esto es servir «en plata y persona». Lo que al Samaritano le interesa no es quién es la víctima de los ladrones, sino cuáles son sus necesidades. Y su acción se orienta a satisfacer éstas, sin cálculo del costo y dentro de las posibilidades.
¿Qué nos enseña la acción del Samaritano sobre la dinámica con que actúa el amor-entrega? Veamos.
1. El amor no tiene límites: se extiende a todo ser humano, sea cual fuere su raza, posición social o religión. Algo anda mal con el cristiano que piensa que su responsabilidad se agota dentro de la comunidad cristiana. Jesús nos enseñó a amar incluso a nuestros enemigos: el Samaritano se detuvo a auxiliar a un hombre.
2. El verdadero amor se expresa en acción. En palabras del apóstol Juan, «si uno tiene lo que necesita para vivir y ve que su hermano tiene necesidad y no se compadece de él, ¿cómo es posible que tenga amor para Dios en su corazón?… nuestro amor no debe consistir en lo que se dice con la boca, más bien debe ser un verdadero amor que se ve en lo que hacemos.» (1 Juan 3.17-18). ¿Qué lugar queda aquí para la dicotomía entre la evangelización y la acción social? El mensaje del amor cobra fuerza cuando viene ilustrado por el servicio de amor.
3. El verdadero amor no necesita otro justificativo que el bien del prójimo. No necesita apoyarse en una ideología de cambio, ni requiere el auxilio de una utopía. El Samaritano actuó porque sintió compasión eso fue todo.
4. El verdadero amor responde a necesidades inmediatas, necesidades que se presentan en el camino de la obediencia. El Samaritano no era un asistente social profesional: respondió a la necesidad que encontró a su paso. Y lo hizo sin pretender que su acción solucionara de una vez por todas el problema de los atracos en el camino de Jersualén a Jericó.
Diríamos que su acción cuenta con la del «verdadero revolucionario» descrito por Víctor Massuh en La libertad y la violencia: es la acción de quien cree en la necesidad de cambios humanos y tiene el coraje de iniciarlos ya, en el instante en que piensa que son necesarios y en el contexto de su propia vida; es la acción de quien no se embriaga con las visiones paradisíacas de una transformación profunda y definitiva, sino piensa que si el paraíso terrenal existe, comienza a ser realizado gradualmente por medio de las lentas y opacas acciones humanas. Esto no es negar la importancia de la acción política orientada a los cambios estructurales; es sí, afirmar la primacía de la responsabilidad personal en el contexto de la vida diaria.
5. El verdadero amor envuelve al sujeto del servicio personalmente. En otras palabras, el servicio que se inspira en el amor es servicio personal. A eso apunta la manera en que el Samaritano atendió a la víctima del asalto, apropiándose de su situación y atendiéndole él mismo. Amar no es sólo dar sino darse. Por eso, no es posible amar sin sacrificarse, sin sufrir. Es inevitable por lo tanto, que se plantee la pregunta: ¿vale la pena amar? Y esto trae a colación las reflexiones de Juan Luis Segundo en torno al amor:
Todo amor es una lotería y una lotería donde se arriesga lo mejor, lo más íntimo de uno mismo. Para ese riesgo no existen garantías en el mundo. O se lo acepta o se rehúsa uno al amor. Por eso justamente todo acto de amor no es más que un acto de buena voluntad: es un acto de confianza, es un acto de fe. Un acto de fe lanzado al aire, sin nombre, sin contenido preciso aún.
Un «¡tiene que valer la pena!» opuesto al destino, a la ciega indiferencia de la vida que parece no advertir esa terrible seriedad que tiene para cada hombre su propio ser y su propia entrega. Pues bien, nosotros, sabemos que esa confianza está bien puesta. Nosotros sabemos que está puesta en buenas manos, es decir, que hay Alguien que ha respondido con un sí, y que ese gesto no se pierde en el vacío. (Esa comunidad llamada Iglesia, Editorial Lohlé, Buenos Aires, 1967, p. 91-92)Ø.
LA APLICACION
Concluida la parábola, Jesús encara al Rabí con una pregunta que hace eco a la planteada inicialmente por el maestro de la ley: «¿Quién es mi prójimo?». Pero la pregunta de Jesús pone en descubierto la naturaleza de las parálisis que afecta a su interlocutor: no ama, no porque no sabe quién es su prójimo, sino porque no está dispuesto a vivir el amor de prójimo. Según Jesús, la cuestión no es: «¿quién es mi prójimo?», sino «¿actúo yo como prójimo?». Por eso su pregunta: «¿cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones?». La respuesta es obvia, y el Rabí la reconoce: «El que tuvo compasión de él». Intelectualmente, no hay problema: el problema está a nivel de la práctica.
Allí radica también nuestro problema: no en el conocimiento intelectual sino en la obediencia. Y cuando lo reconocemos, no necesitamos más elaboración sobre el sentido de amor del amor ilustrado por la acción del buen Samaritano. Las palabras con que Jesús concluye el diálogo con el Rabí cobran vigencia: «Ve y haz tú lo mismo».
Eso es lo que verdaderamente debiéramos hacer todos; y así pondríamos en práctica lo que realmente es servir y amar a nuestro próimo, no solo esperar a a recibir y que seamos amados…
es fantastico el amor de Dios asi devieramos amar
nosotros.
o tal vez al primcipio de nuestra vida cristiana lo entendemos pero al pasar el tiempo el compromiso se va olvidando y nos enfocamos en vanidades a veces es mas importante llevar zapatos nuevos a la congregacion que apoyar a las viudas huerfanos y ancianos ,y todo esto deviera haserse x que el amor de Dios esta deramado en nosotros y asi cumplir con el mandamiento de DIOS
DIOS LOS BENDIGA Y LES PAGUE POR ESTE TEMA
Aun hoy en dia se actua tal como lo efectuaron los antepasados, este Rabi, el levita y el sacerdote actuaron sin obedecer el llamado al servicio, invito a todo lector que nosotros hoy establescamos romper con esa mala practica de todo para mi, iniciemos con todo para mi projimo sin esperar nada a cambio, Dios nos ha llamado para servirle, levantemos bandera y digamos a Dios heme aqui cambia mis actitudes, mi comportamiento y mi forma de ser, les bendigo a ustedes que se esfuerzan por dar a conocer la palabra de Dios, es de mucha edificacion.